CAPÍTULO 10

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Me pregunto si los ojos pueden llegar a sangrar tras contemplar, durante un minuto, algo o a alguien con demasiado detenimiento. Me refiero a que, en este caso, ese alguien, parezca que lo haya vestido el enemigo y haya salido del circo de los horrores. A ver cómo explico yo lo que tengo ante mí para que se me entienda. Vuelvo a mirarlo de pies a cabeza, buscando las palabras más o menos exactas, a la vez que él me mira a mí con ojos... ¿divertidos? ¿Golosos, tal vez? En fin, evidentemente, es un hombre. Un hombre con el pelo largo, muy rizado y apelmazado, debido, a mi parecer, por el exceso de gomina. Es algo grueso, la palabra gordo no me gusta, aunque a este tipo le va que ni pintada, la verdad; su barriga presiona tanto la horripilante camisa, verde menta, que lleva, que estoy a punto de tirarme al suelo por si los botones de ésta se sueltan y me atacan. El traje que cubre su orondo cuerpo es de pana gruesa y de un espantoso color dorado, muy brillante. ¡Joder, si parece una bola de esas que cuelgan en los árboles de navidad! ¡Qué espanto! Lleva gafas, unas de pasta, creo que también verde, que por lo menos triplican el tamaño de sus ojos; de ahí que, desde donde me encuentro, a varios metros de distancia, sepa que los tiene de color azul y que son raros. Sonríe y... ¡Oh my god! Su dentadura también es dorada. ¡Dorada! ¿De qué planeta viene esta cosa?

—La señorita Hamilton, supongo—su voz es estridente, muy nasal y desagradable.

—Sí, supone bien—digo tratando de disimular mi desagrado.

—Al fin ha venido, llevo minutos esperándola...

«Y si lo llego a saber seguirías esperando», me digo para mis adentros.

—... ya empezaba a pensar que me había dejado plantado.

—Disculpe, creo que no tengo el gusto de conocerlo y, me he llevado una sorpresa cuando ahí fuera me han dicho que usted me estaba esperando y sería mi acompañante—me acerco un poco a él—. No sé qué es lo que ha pasado, pero ha habido un error porque yo ya vengo acompañada, señor de Santiago, y como usted comprenderá...

—¿Quiere decir que no sabía nada de mí? —me encojo de hombros—. Es una lástima porque estaba deseando conocerla, me han hablado tan bien de usted...

—¿Le han hablado de mí? ¿Quién? —pregunto extrañada—. Porque apenas llevo una semana en la isla y no conozco a nadie por aquí.

—Acérquese, bonita, déjeme ver de cerca si sus atributos están tan bien puestos como me han dicho y luego le diré quién es esa persona—el muy guarro saca la lengua y se relame.

—¿Cómo dice? —inquiero ofendida—. Mire, no sé qué pretende, pero le voy a dejar un par de cosas muy claras, señor—me voy acercando a él con ganas de arrancarle sus relucientes dientes—, yo no...

¡Plas! ¡Plas! ¡Plas! Tres palmadas suenan a mis espaldas, secas y cortantes, interrumpiéndome.

—Bonita actuación, querido Preston, ya puedes quitarte el disfraz.

Ahogo una exclamación al girarme y ver a Theodore, Theo para los amigos y gilipollas integral para mí, apoyado en el quicio de la puerta del baño y mirándome con esa sonrisa suya que tanto detesto. ¡Lo mato!

—Ya era hora, empezaba a temer que dejarías que me arrancara la piel a tiras—reprocha Arthur Preston mientras se quita la dentadura y las gafas—. La compensaré por este pequeño ardid de mi buen amigo Theodore, Rebeca, no lo dude—inclina la cabeza y entra en el baño dejándonos solos.

—Esto ha sido una broma de muy mal gusto—mascullo.

—Vamos, vamos, querida, no se sulfure y reconozca que ha tenido su gracia.

—Ni una pizca...

—Es insólito que una experta bromista como usted, no sepa apreciar una buena chanza.

Aposté por míDonde viven las historias. Descúbrelo ahora