Epílogo

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Theodore August James IV, futuro conde de Kent, Theo para los amigos y gilipollas integral para ella; a veces hombre mono y eterno enamorado de una charlatana. Ese soy yo.

Quién me iba a decir hace seis meses que, al dar por terminado el discurso de apertura de la convención sexual, en Londres, y abandonar el salón de actos, tropezaría, literalmente, con la mujer que trastocaría mi mundo. Una mujer testaruda, sin pelos en la lengua y una personalidad arrolladora; atractiva, sexi y provocadora; la horma de mi zapato y la única que, en menos que cantaba un gallo, conseguiría tenerme postrado a sus pies: mi bella y hermosa charlatana.

Aquel día estaba cabreado porque mi hermano Adrien, que había prometido acompañarme en el acto, no se había presentado alegando estar cansado por pasarse toda la noche de fiesta en compañía de un par de morenas; tropezarme con ella fue el detonante para que dejara salir a la luz ese cabreo, sin importarme quién pagara las consecuencias; fui borde, prepotente y, como siempre, arrogante; que mi actitud no la intimidara, al contrario, creo que le supuso un desafío, me descolocó. Lo primero que me llamó la atención de ella fue esa mirada de perdonavidas que nunca había visto en ninguna mujer porque, por norma general, las féminas besaban el suelo por donde pisaba en cuanto me veían aparecer, ya fuera en una fiesta o en la misma calle y, que no pareciera inmutarse ante mi presencia, me molestó y rompió mis esquemas; me sorprendió, me intrigó y me sentí atraído por ella al instante. Ni siquiera saber que era la hermana de Oliver Hamilton, uno de mis mejores amigos, me haría desistir de mi propósito, que no era otro que follármela y si te he visto no me acuerdo. ¡Iluso!

Sí, iluso y bastante gilipollas, para qué vamos a engañarnos, por creer que ella sería una muesca más en mi cama; cuando en realidad, esa primera noche que pasamos juntos en la habitación del hotel donde se alojaba y celebrábamos la convención, descubrí a una mujer que, con sólo posar sus ojos sobre mí y acariciar mi cuerpo, hacía que mi corazón latiera a mil por hora y me faltara la respiración. Una mujer entregada, que daba tanto como recibía, que exigía y disfrutaba del sexo sin reparos y sin sentimentalismos. Igual que yo. Follamos durante toda la noche, de todas las maneras habidas y por haber; en el suelo, en la cama, contra la pared, nos valía todo y, cuando al amanecer se metió en la ducha, abandoné la habitación como un cobarde; de lo contrario, hubiera corrido el riesgo de ponerme a mí mismo en ridículo, teniendo en cuenta que horas antes le había dicho que aquello sólo era sexo y que no se enamorara de mí, hubiera sido un suicidio confesarle aquello que me quemaba en la lengua: que era la mujer de mi vida.

A raíz de ahí, nuestros encuentros resultaron ser un soplo de aire fresco en mi existencia, incluyendo el rodillazo en mis partes nobles, la zancadilla en su fiesta y todas las veces que me dejó en evidencia; sin ninguna duda, mereció la pena pasar por todo ello. Yo, que era un tío que el único lugar que frecuentaba era mi propio club, me descubrí siguiéndola a Ibiza con la disculpa de darle una lección por haberme tachado de viejo verde sin siquiera conocerme y hablar a la ligera de mi título nobiliario, cuando lo cierto era que, mi obsesionada mente, no dejaba de pensar en ella y en querer repetir la noche del hotel. Me descubrí yendo a fiestas en barcos y clubes de moda en la isla, sólo por tenerla cerca y obligarla a sacar a pasear a su lengua mordaz, algo que hacía con mucha frecuencia y que me encantaba. Su imagen era lo último que veía al cerrar los ojos cada noche y lo primera que me daba los buenos días. ¿Obsesión? Eso pensaba yo, pero no; lo tuve claro cuando la encontré en la cubierta de aquel barco con un ataque de pánico y quise protegerla; cuando quise beberme su miedo y hacerlo mío para que ella no sufriera; cuando verla llorar, desesperada, me creaba una congoja que no me dejaba respirar. ¿Bienvenido amor? No, yo era de los que creía que no.

Intenté luchar contra esa atracción y, aun así, no sirvió de nada porque, con cada nueva cita, me enganchaba más a ella y me derretía con su sola presencia. Me encantaba y me encanta, su forma de ponerme en mi sitio, de despertar mi conciencia y de hacerme sentir culpable con cada uno de mis arrogantes actos. Como aquella noche en la fiesta que di en su honor, me hizo ver que yo no era mejor persona que ella al querer hacerle daño y ridiculizarla con toda mi mala Fe. Era patético, lo reconozco, no obstante, siendo consciente de todas las cosas que estaba haciendo mal, seguí adelante con la ridícula apuesta que mi querido Arthur Preston me lanzó a la cara una noche en el Libertine. ¿Qué por qué lo hice? Buena pregunta... La verdad es que supuse que, si ganaba, le cerraría la bocaza a Preston y dejaría de darme la lata; con lo que no conté, fue con que mis sentimientos ya estaban más arraigados de lo que imaginaba y lo único que conseguí con ello, fue enamorarme cada día un poco más; hasta el punto de querer que ella fuera mi acompañante en el gran día de mis padres; por eso la invité, porque necesitaba tenerla para mí solo y comprobar si lo que mi corazón me dictaba era cierto: que la amaba y anhelaba con toda mi alma ser correspondido.

Aposté por míDonde viven las historias. Descúbrelo ahora