CAPÍTULO 23

120 12 7
                                    

—¿Qué...? Quiero decir... ¿Tú?

Sí señor, esa es precisamente la reacción que buscaba. Si Luis, que pasa muchas horas conmigo, no me ha reconocido, creo que nadie más lo hará. Es lógico que muestre esa cara de asombro porque es un disfraz muy logrado. Ana, la madre de Mila, me ha hecho un cuerpo, entero, de goma espuma y aparento pesar bastantes kilos más; ha confeccionado una levita, gris claro, con los puños y las solapas de terciopelo negro, que combina a la perfección con el pantalón que yo misma compré en el mercadillo medieval que han puesto hace unos días aquí en la isla; la camisa, de un blanco impoluto, la llevo abrochada hasta el cuello, y sobre éste, para que no se me vea nada de piel, llevo anudado un pañuelo, también blanco, con filigranas de plata; las botas, bien lustradas y negras, me llegan hasta la rodilla y, como son tres números más al que yo calzo, Mila las ha rellenado de algodón para que no camine como un pato mareado. Es incómodo, pero me las apaño. El resto del atuendo lo componen: una chistera gris, ribeteada en negro, y unos guantes de algodón, sencillos, de color blanco. Pero lo más alucinante es lo que han hecho con mi cara. Almudena, que ha estudiado un grado superior de caracterización, usando al padre de Mila como modelo, hizo un molde de su cara que ahora llevo yo puesto, en la mía. Sí, tengo la nariz más afilada, los ojos un poco saltones, y los labios algo más finos; una peluca, de pelo natural castaño oscuro, comprada por internet y que me costó una pasta, cubre mi melena rubia; si a eso le añadimos: unas cejas muy pobladas y masculinas, una barba espesa con alguna veta gris, unas lentillas marrones oscuras y unas gafas de montura metálica, redondas, y feas como ellas solas, el resultado es un caballero un poco entrado en carnes, de semblante serio, poco atractivo, pero sí muy elegante, que está dispuesto a hacer su primera incursión en un afamado club de caballeros. El Libertine.

—Me cago en la puta, Rebeca, si no lo veo no lo creo.

—Me alegra ver qué has recuperado el habla, estabas empezando a asustarme... ¿No te dije que estuvieras tranquilo y que todo estaba controlado?

—Pero... pero... pero... ¿Cómo lo has hecho? ¿Has alquilado el disfraz? —niego con la cabeza—. ¿Lo has comprado? —sigue mirándome de pies a cabeza sin dar crédito.

—La madre de Mila y una amiga de su prima me han ayudado y lo han hecho para mí.

—Debí suponer que Mila estaría en el ajo. Con razón estaba tan rara estos últimos días.

Sus ojos no dejan de recorrer mi cuerpo y, cuando llegan a la altura de mi entrepierna, ahí se quedan durante unos segundos que me hacen sentir incómoda.

—Joder, ¡si hasta tienes paquete! —extiende la mano con intención de palpar y yo me aparto.

—Alto ahí, amigo, no vas a tocar mi pene falso—suelta una carcajada—. Son sólo unos calcetines que Mila cogió en uno de mis cajones. No vayas a creer que me he comprado un pene de plástico o algo así.

—Por lo que veo no se os ha olvidado ningún detalle, estáis en todo.

—No podíamos dejar ningún cabo suelto, ya sabes... ¿Y bien? ¿Qué te parece?

—Antes de darte mi veredicto necesito verte caminar, así que muévete.

Lo hago, pongo las manos cruzadas a la espalda y camino erguida y con paso firme hasta la puerta de su despacho, donde me paro y me giro.

—¿Cuánto tiempo has estado practicando? Porque lo haces muy bien.

—De pequeña imitaba siempre a mi hermano y eso lo sacaba de sus casillas.

—Ahora que lo dices, con esos andares te pareces a él, sí—vuelvo junto a él, sonriendo.

—¿Crees que superaré la prueba?

Aposté por míDonde viven las historias. Descúbrelo ahora