CAPÍTULO 6

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Después de llevar tres días colocando mis pertenencias en mi nuevo hogar, hoy, tras plegar la penúltima caja de cartón, he descubierto que debajo de éstas hay una alfombra preciosa que no había visto antes debido al desastre que reinaba en el salón. Tres días agotadores en los que, aparte de lo dicho, también he tenido que lidiar con los preparativos de la apertura del Lust. Afortunadamente para mí, aquí tenemos el mismo programa de selección para los suscriptores, muy bien organizado en tres carpetas, por la imparable y eficiente Mila: aceptados, dudosos y descartados. Hoy en día, hay ciento veinte solicitudes aceptadas, quince dudosas y ocho descartadas; no está mal para un club del que apenas se sabe nada y, eso, me motiva muchísimo. Al menos sé que, el día de la inauguración, de momento, contándonos a nosotros tres, seremos un buen grupo; no muchos, pero sí los suficientes para despegar. Coloco el último libro en la estantería y miro satisfecha el resultado. Ahora que ya hay libros, música, películas y fotografías en la casa; que en el baño están todos mis potingues; y que, en mi habitación, dentro del vestidor, reina el desorden habitual en mí, ahora sí puedo decir que estoy en mi casa. ¡Eureka!

Agotada, por tanto, trajín, uno que no tiene que ver, para nada, con el que viví hace unos días en Londres, ¡ya quisiera yo!, con... mejor ni nombrarlo, voy a la cocina, me sirvo una copa de vino y salgo a la terraza para disfrutar del precioso atardecer; algo que parece estar convirtiéndose en una costumbre desde que estoy aquí. Me apoyo en la barandilla de metacrilato y contemplo embelesada el horizonte por el que no tardará en aparecer la luna para reflejarse en el mar. Lo sé, por mis pensamientos a veces puedo parecer un poco ñoñas, incluso algo romántica, pero no es así, lo aseguro. Miro hacia la playa, que, a estas horas, son las ocho de la tarde, aún está atestada de gente y pienso: «de este fin de semana no pasa el que baje ahí abajo y me tumbe al sol a vaguear y broncearme», lo tengo clarísimo. El din don, din don, del timbre de la puerta me hace sonreír y preguntarme que querrá ahora el único vecino que tengo, seguro que azúcar no.

-Hola, jefa-saluda en cuanto abro la puerta y entra-. ¡Vaya, qué despejadito tienes esto, ¿no?! El salón parece mucho más grande.

-Hola, hombre, pasa, pasa, no te quedes en la puerta-exclamo con recochineo.

-¿Qué hacías? -pregunta mirando hacia fuera.

-Relajarme en la terraza mientras me tomaba una copa de vino. ¿Quieres una?

-Sí, pero no aquí, salgamos a dar una vuelta y a cenar.

-Luis, estoy cansada y no tengo ganas de bajar a la calle, mejor otro día.

-De eso nada, llevas encerrada en este edificio tres días trabajando sin parar.

-Es jueves...

-¿Y? ¿Los jueves no cenas? Vamos, Rebeca, la noche es joven y hay que disfrutarla. No me mires así, no te estoy pidiendo que nos desmadremos, sólo que demos un paseo y cenemos algo en una terraza.

-De verdad que no me apetece, Luis, además...

-Además nada, no admito un no por respuesta.

-Está bien, pesado-claudico-, dame media hora para que me duche y me ponga algo decente.

-Media hora, ni un minuto más-ordena saliendo por la puerta.

Cuarenta y cinco minutos después, he tardado quince más por el placer de hacerlo esperar y porque a mí nadie me da órdenes, salgo del ascensor en la planta baja.

-¿Qué parte de ni un minuto más no has entendido? -espeta algo cabreado por mi impuntualidad.

-Pareces algo impaciente, cálmate-digo sólo para molestarlo-. ¿No has dicho antes que la noche es joven? -tuerce el gesto y mira el reloj-. ¿Qué prisa tienes?

Aposté por míDonde viven las historias. Descúbrelo ahora