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Capítulo 1:  Three Trees in Grey Weather.

Tenía una carrera en la media. Bastante grande, además. Paseé la yema de mi dedo índice por encima, como si la tela fuera a regenerarse a su paso y solo fuera una cuestión de concentración. No recordaba habérmela hecho. En el coche, de camino, no la tenía. Las medias eran nuevas, de un tejido compacto y calentito. Las había estrenado aquel mismo día.

No, definitivamente en el coche seguían intactas.

Después, podría haber sucedido en cualquier momento. Cuando acarreé la enorme maleta por la estación repleta hasta los bordes. O cuando, a pulso, tuve que cargar mi equipaje para pasarlo por la máquina de rayos. A esas alturas jadeaba por el esfuerzo y miraba compulsivamente hacia arriba, a las pantallas que marcaban en rojo intermitente la salida de mi tren. La velocidad a la que avanzó la cola rozó un extremo desesperante y me obligó a correr por las escaleras mecánicas.

Puede que me rompiese las medias cuando encajé de cualquier manera la maleta en la zona de portaequipajes que se encontraba al principio del vagón. Pesaba demasiado para que mis brazos flacuchos pudieran alzarla a la repisa por encima de mi asiento y eso que solo tenía ropa dentro. Y mis libros. Y algún que otro túper con comida casera que yo era incapaz de replicar en la grasienta cocina del piso.

Las cosas verdaderamente importantes las llevaba en la mochila. Aunque no sé porqué hablo en plural. Solo existía un objeto que para mí tenía un valor incalculable: mi portátil. No solo porque no tenía el dinero suficiente para reponerlo en caso de extraviarlo. Que también. La vida del estudiante es sinónimo de buscar las ofertas del supermercado y auto convencerte de que el arroz de marca blanca y el caro saben igual. Es ridículo pagar más solo por un envoltorio más bonito.

Mi ordenador era importante para mí por otros motivos. Dentro de él se encontraba mi vida. Así de sencillo. Y por eso mi mochila me acompañó en mi visita al baño del tren y ahora reposaba sobre mis rodillas, mientras seguía deslizando el dedo por encima del tejido desgarrado con la ilusión de sanarlo.

La lluvia golpeaba la pequeña ventana con fuerza. Pop pop. Era tan constante que apenas podía distinguir el exterior debido a la capa de agua que discurría por el vidrio, como una catara sin fin.

Cerré los ojos y dejé que ese ruido ocupara mi mente durante unos instantes, mientras mi respiración se iba normalizando hasta que sentí que mis pulmones eran de nuevo funcionales y el oxígeno llegaba a mi sangre.

Abracé la mochila con un brazo y subí las piernas, para reposar el talón de goma en el borde del retrete. Lo había forrado con las últimas existentes de papel higiénico que quedaban en aquel cuchitril.

La logística en los baños de los trenes brillaba por su escasez. Eran espacios diminutos e incómodos que zozobraban debido a la velocidad. Aunque bueno, ahora no zozobraba en absoluto. No se movía... porque el tren tampoco.

Y llevaba sin moverse un buen rato.

Desbloqueé la pantalla de mi teléfono móvil, con los dedos aún temblándome un poco y abrí la aplicación de notas. Empujé con el pulgar hacia abajo, hasta encontrar un espacio en blanco y me puse a teclear con una pasión compulsiva.

El tecleado vibraba bajo las yemas de mis dedos mientras mecanografiaba mis quejas, sin errores de tipeo debido a la extensa práctica que había ido adquiriendo tras un par de años con aquel método.

Al principio, anotaba mis listas en libretas o en hojas sueltas. Alguna que otra vez también en alguna servilleta no muy estropeada que luego debía llevarme conmigo, aunque jamás repasé ninguna de esas listas. Nunca las repasaba. Esas no.

Donde duermen los trenesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora