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Capítulo 5.

Jamie 

Estaba mareado cuando envolví una toalla alrededor de mi cintura. El prólogo de una migraña me latía entre las cejas, pero me concentré en la tarea de ponerme los calcetines, en los pies aún húmedos.

La privación de sueño era una auténtica mierda, pero mi ritmo actual de vida no me daba otra alternativa que sufrir los estragos de horas sin dormir.

Me froté el rostro con las manos y salí del cuarto del baño, con el pelo chorreando y la energía de una décima parte de hombre. Arrastraba la tela de los calcetines por el suelo y me apretaba el puente de la nariz, como si pudiera aniquilar aquel pinchazo directo al cerebro solo ejerciendo un poco de presión.

—¡No! ¡Chispas! ¡Sal de ahí! —la voz de Maeve me llegó al otro lado de la puerta entreabierta de mi cuarto.

Aún con el inicio tortuoso de la migraña, la pesadez muscular y lo próximo que me sentía a un despojo de mí mismo... sonreí.

La encontré con el gato trincado en brazos. Lo alzó como si se de un bebé se tratase, para hablar con él cara a cara. Siempre obedecía esa norma a la hora de regañar a cualquier de los gatos.

—Vas a llenarlo todo de pelos.

—¿Estaba intentando meterse en la maleta otra vez? —Interrogué, cerrando la puerta a mi paso.

Maeve asintió, sin despegar los ojos del parpadeo aburrido del felino.

—Este pequeño cabroncete encuentra acogedora tu pila de ropa. Es prácticamente imposible sacarlo de ahí. En fin —lo posó con delicadeza en el suelo y se volvió hacia mí con una sonrisilla—. Está claro que tiene favorito.

—Que le guste magrearse con mi ropa no es precisamente una muestra de simpatía hacia mi persona. Puede interpretarse como un atentado, de hecho.

—Cada cual expresa el amor como puede.

Tomé asiento en la cama, agotado. Maeve se acercó a mí. Tenía múltiples abalorios enganchados a su mata de pelo cobrizo y los antebrazos atestados de brazaletes. Tintineaba al moverse, desprendía música únicamente por desplazarse.

Flexionó un poco la rodilla y sus manos anilladas tomaron mi rostro. Le brindé una nueva sonrisa que provocó que su ceño se frunciera más. Su tacto me colmaba de una sensación de calma poderosa.

—Cielo, estás en la mierda —dijo, despacio, con esa entonación que empleaba para tratar temas serios.

—Eso también puede interpretarse como un atentando contra mi autoestima.

—Jamie, hablo en serio, ¿hace cuánto que no duermes?

Me pensé su pregunta durante casi un minuto entero.

—Demasiado —fue la única respuesta que no me sonó del todo alarmante.

Maeve suspiró, irguiéndose. Incluso anestesiado por el cansancio la visión de su piel resultó irresistible. Tan atrayente como la canción de las sirenas. Rodeé sus caderas con mis manos. Eran estrechas, huesudas. Parecía un cervatillo. Noté su dura musculatura moverse bajo la yema de mis dedos.

Le di un beso justo por encima del borde del top de crochet que llevaba, de confección propia. No llevaba puesto nada más, aparte de un tanga. Daba igual la temperatura que hiciera. Que fuera estuviese lloviendo a cántaros. Maeve no termo regulaba como los mortales.

Una vez bromeé sobre eso, que su insensibilidad a la temperatura era una prueba más de que no era humana. Sino una especie de diosa infiltrada. Me regañó.

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