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Capítulo 2:  Bridge over a pond of water lilies. 

Las gotas de lluvia que impactaban contra el tejado me salpicaban los muslos desnudos. Me estremecí, con la piel de gallina bajo la delgada tela de la camisa que llevaba puesta, abotonada de forma errónea. Aun así, no consentí en moverme ni un milímetro, con la mirada perdida en un punto lejano e impreciso en el horizonte. 

Todos mis pensamientos discurrían esa dirección y se perdían en la distancia, dándome un respiro mientras el olor a asfalto mojado me empapaba las fosas nasales. Me encontraba tan a gusto que deseaba que el mundo se detuviera en ese preciso instante y poder vivir en él eternamente.

Me incliné un poco más hacia delante, agarrándome con una mano a la repisa para no perder el equilibrio. No había posibilidades de precipitarme al vacío. La ventana estaba estratégicamente situada en un tejado más bajo, de tejas oscuras y apiñadas. Faltaban algunas y se notaba de sobra que le faltaba mantenimiento, lo que explicaba las goteras.

Era mi rincón favorito de la ciudad.

La cadena de la cisterna hizo temblar las cañerías y me giré hacia la puerta entreabierta de la habitación. Xavier me sonrió, desde el otro lado, rascándose los abdominales en un gesto distraído.

—Creía que habíais acordado que, en las zonas públicas, los pantalones eran obligatorios —comenté, deslizando la mirada perezosamente por su cuerpo.

Me lo sabía de memoria y aún esa era incapaz de no sentir la pulsante necesidad de volver a posar mis ojos sobre él y explorar. Era una sensación acogedora. De familiaridad. De permanencia. De estabilidad.

Xavier se encogió de hombros, con una sonrisa divertida.

—Llevo pantalones.

—No, que va —señalé lo evidente, apuntando con la barbilla a su bóxer negro.

—Son pantalones muy cortos. Pero el tamaño no es determinante y no invalida su condición como pantalones —expresó, tranquilamente, recorriendo los escasos pasos que tenía de ancho la habitación, acercándose a mí, como una fuerza inexorable.

—Puedes ser lo tajante que desees, eso no cambiará el hecho de que son calzoncillos.

Xavier llegó a la ventana y reclinó el cuerpo, apoyando los antebrazos en la repisa sobre la que estaba sentada. Me dio un beso en la rodilla, como si tal cosa y se echó un poco hacia atrás, hasta que su hombro tocó con el quicio del marco.

—Todo es cuestión de percepción, cariño. Además, te he visto usar estos mismo "calzoncillos" como pantalones. Tu argumento hace aguas.

—Mi argumento es igualmente válido. Pero está bien, salte con la tuya. No me haré responsable cuando le expliques tu teoría a Warren y él decida darte una paliza —dije, inclinándome hacia él para crear un tema más íntimo y que mis palabras adquieren más fuerza.

—Sobrestimas a Warren, en el fondo es un pacifista. Solo que tiene el exterior rudo de un pitbull.

Adelantó una mano y sus dedos me acariciaron la espinilla. Me eché más hacia delante, hasta presionar mi pecho contra mis piernas replegadas y después las abracé, colocando la barbilla en el espacio que quedó entre ellas.

Xavier me retiró unos cuantos mechones del rostro, antes de darme un pico y alejarse momentáneamente de nuestro rinconcito en la ventana. Lo seguí con la mirada mientras registraba su chaqueta, extrayendo un paquete de cigarrillos casi vacío y un mechero. El cenicero estaba al lado de mi pie, aún con cenizas sin retirar.

—¿Has podido escribir algo hoy? —interrogó, accionando la rueda del mechero. La luz anaranjada bañó sus facciones y se reflejó en sus ojos verdes, mientras mantenía el pitillo firmemente sujeto entre los labios.

Donde duermen los trenesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora