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Capítulo 36. Jamie.

Fue mi padre el primero en hablarme de los mapas de estrellas.

Su abuelo había sido marinero mucho antes de que la tecnología irrumpiera en nuestras vidas y cambiara de raíz a la humanidad.

Era pequeño, quizás tuviera siete u ocho años y estábamos paseando sumidos en el silencio por la playa. Mi padre no era un hombre en exceso hablador. Nunca lo fue. De mi primer recuerdo al último siempre exhibió un aspecto triste y abatido, pero, aquella noche, se le iluminaron los ojos al mirar al cielo. Nos habíamos alejado de las farolas, de hecho, apenas era capaz de distinguirme los dedos de las manos y el cielo se extendía sobre nuestras cabezas, basto, oscuro, plagado de estrellas brillantes. Muchas más de las que había visto hasta entonces.

Y, con su voz rasposa, como si para él hablar le costaba un esfuerzo físico extra, me confesó que el cielo cambia. Eso me confundió. Yo concebía el cielo como un lienzo estático.

Pero mi padre me habló de como aquello no era cierto, que se encontraba en constante movimiento porque nosotros también nos movíamos. Y que para eso los hombres de la mar se habían convertido en astrónomos y utilizaban atlas estelares para navegar por los grandes océanos sin perder el rumbo.

Me explicó que su abuelo era un experto en la materia. Que podía recitar las estrellas de memoria. Establecer su posición exacta en el cielo sin servirse de ningún instrumento. Que se orientaba mejor que nadie por la noche, sin necesidad de brújulas o GPS.

«Es muy fácil perderse, Jamie. Y a veces lo haces sin darte cuenta. Para eso están las estrellas. Para conducirnos de vuelta a casa».

Lo que no me contó aquella noche es que, en ocasiones, somos capaces de perdernos tanto que es imposible encontrarnos. Que nos alejamos tanto de la costa que después no podemos reconocerla. De que a veces estar perdido no tiene un significado geográfico, sino que podemos extraviarnos en nuestro interior y perderlo todo por el camino.

Mi madre nos regañó cuando volvimos con ella y con mi hermana, que se habían quedado en la parte iluminada de la playa. Gritó mucho. Gritó tanto que me asusté. No comprendía porqué parecía tan nerviosa. Ni porqué me revisó de arriba abajo. No fui consciente del origen de sus miedos hasta que fue demasiado tarde.

Durante años he pensado muchísimo en los mapas estelares. En mi padre. En su abuelo. En  la necesidad humana de emparejar puntos brillantes en el cielo hasta darles una forma que cobre sentido. En como un puñado de estrellas arbitrario puede marcar la diferencia entre un naufragio y la llegada a puerto.

Brie tenía a Casiopea en la nariz.

El sol le había salpicado pecas por el rostro, los hombros, e incluso los dedos de las manos. Ella era un mapa estelar. Mi mapa estelar. Y mientras dormitaba plácidamente acurrucada en un hueco de mi pecho no dejaba de buscar semejanzas entre sus pequeñas pecas y las constelaciones.

Podría consagrar un día entero a jugar a unir los puntos en su piel.

En desentrañar la topografía de cada recoveco de su ser.

Maeve estaba convencida de que un alma no muere jamás. Tenía teorías muy firmes sobre la reencarnación y la energía que fluye entre los seres humanos. Sostenía que se trata de un flujo bidireccional que une dos corazones, dos mentes, dos cuerpos y todo lo que queda de por medio. Que se refleja, rebota y proyecta. Que se enrosca hasta forjar un vínculo que permanece ahí, en el hueco que queda, y late, porque está vivo. Puede ser eterno o puede morir, por inanición, por una herida demasiado profunda.

Yo lo sentía en aquel preciso instante.

Sentía ese latido extra.

La tensión. La cuerda. Una que había tenido tantos nudos, tantas dobleces, tantas zonas desgastadas a punto de romperse que parecía no llegar a ninguna parte. Una que salvaba distancias de milímetros y también de kilómetros.

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