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Capítulo 10.

Perdí la noción del tiempo. No estaba segura de si habían transcurrido un par de minutos o un par de horas. Solo podía concentrarme en las caricias circulares del pulgar de Jamie en la cara interna de mi muñeca. Su toque tenía un efecto sedante que me resultaba íntimamente familiar.

Su respiración era pausada y estable y mi cuerpo se amoldó al suyo con facilidad. Continuaba dándole vueltas a la última información que había recibido. Un tiempo. No entendía gran cosa de relaciones, pero siempre había asimilado eso como un eufemismo para una ruptura. Lo que se dice cuando no se tiene el valor de ir de frente. Una excusa para acostarse con otras personas sin sentir remordimientos y después regresar como si nada hubiera pasado.

Pero eso no fue lo que la mirada de Jamie decía.

En ella había una determinación feroz, cruda y sincera que me dejó por completo fuera de combate. Sacudió mis ideas preconcebidas acerca de cómo se supone que funcionaba el mundo. Normalmente ese tipo de circunstancias que me hacían reconsiderar lo que creía fijo solían suscitarme ansiedad. Pero de alguna forma resultó esperanzador. De una forma dolorosa y solitaria.

Me sentía un poco ridícula e insignificante, como una cría que no comprende la profundidad de las emociones adultas.

No encontraba ninguna palabra que sirviera, que no sonase a un tópico absurdo y mancillado. Pero Jamie parecía estar tranquilo. Me preguntaba si era efecto de soltar lo que atormenta. Si expresarlo en alto te libera. Reduce la presión que te entumece por dentro y crea espacio para una emoción similar al alivio.

El tren continuaba avanzando, ajeno a todos sus pasajeros, atravesando la noche cerrada de aquel domingo lluvioso. Me mordisqueé los labios con un impulso temerario naciéndome de lo más profundo e insensato de mi interior.

Era una idea suicida.

Una terrible idea.

Sabía el poder que entrañaban las palabras. Jamie había sido capaz de sobreponerse a la barrera de expresarlas en voz alta. Pero, a veces, si no lo dices permanece a una dimensión íntima, privada y eso disminuye su impacto en el mundo real. A veces, la evitación es una estrategia útil si se pretende proseguir con normalidad, actuar como si nada, no dañar el equilibrio. Jamie no quería eso. Él quería enfrentarlo, cambiarlo a su favor. Y, para eso, debía materializarlo, dejar que lo golpeara con todas sus fuerzas para, después, reponerse y hacer algo al respecto.

Los dedos de los pies se me enroscaron en el interior de las botas y un vértigo extraño me atacó el estómago.

No, no, yo no podía hacer eso.

Todo era culpa del tren, de esa atmósfera de limbo desprendida de la realidad que me metía pensamientos intrusivos en el cerebro.

Las caricias de Jamie se detuvieron justo por encima de mi pulso delator. Presionó un poco en mi piel y supe que la agitación que acechaba mis pensamientos era patente justo ahí también.

Ni siquiera tenía la punta de los dedos cálidas, de hecho, estaban tibias, casi frías y aún así padecí un calambre de calor líquido que me escaló hasta el codo y envolvió mi corazón en una capa de ansiedad electrificada. Esa intimidad que resultaba reconfortante me puso contra las cuerdas de una forma tan apabullante que supe que no tenía escapatoria incluso antes de que hablara:

—¿Qué te ocurre, Brienne?

Tragué saliva. Se me había formado un apretado nudo en la garganta con una velocidad impresionante. Alcé la cabeza, apartándome un poco de él y nuestros ojos se encontraron como dos cuerpos de carga opuesta. Jamie estaba muy cerca de mí, de una forma que no alcanzaba a comprender y que trascendía más allá de la proximidad física. Todo en aquel preciso instante era demasiado confuso. Estaba tan enredado que no lograba tirar del hilo correcto. Odiaba con intensidad la inconcreción. La inexactitud. El borrón sin sentido que éramos ambos.

Donde duermen los trenesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora