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Capítulo 24.

Una vez asistí a una charla sobre etología.

Se alejaba bastante de la rama de filología, pero sentía que, como escritora, debía comprender la esencia del comportamiento para poder plasmarla en palabras y que a través de un par de letras agrupadas con espacios entremedias... mis personajes tuvieran sentido.

Un señor de unos setenta años y rostro cuadrado se pasó tres horas divagando sobre todo un poco mientras mi cerebro imperdonablemente de letras trataba de asimilar algo de lo que su boca escupía a una velocidad supersónica. Garabateé en mi libreta dos frases:

Existen unas neuronas asociadas al reconocimiento facial que llevan el nombre de Jennifer Anniston.

Las crías siguen a su madre por un fenómeno que se denomina «troquelado». Lo descubrió un tal Lorenz que estaba afiliado al partido nazi, pero que dedicaba sus esfuerzos e ingresos en estudiar el porqué los patitos caminan en fila india detrás de lo que consideraban su madre. Podría ser cualquier cosa. Seguro que alguna vez habéis escuchado la historia de un pobre pato despistado siguiendo a una pelota.

Esto se debe a la existencia de un «periodo sensible» en el que el animal es capaz de aprender. Una vez que este periodo termina, no hay segundas oportunidades. Lo que ocurrió durante él se mantiene de por vida y lo que no aprendiste en ese momento se te vuelve un galimatías imposible.

Cuando teníamos unos trece años Jamie me habló de los casos de los «niños salvajes» a quienes se les arrebata un millar de cosas por no criarse en sociedad durante el esplendor del periodo sensible.

Una compañera de la facultad un poco pedo, en una fiesta, se acercó a mí, arrastrando las vocales y diciéndome con cara preocupada que la gente tiene traumas sin resolver de cuando eran unos bebés. Que a veces puedes cargar con una mochila de miedos que adquiriste en el útero.

De vez en cuando pensaba acerca de todos conocimientos que tenía congelados en un rincón de mi mente como la bolsa de guisante que se escarcha en el fondo de tu congelador y que solo sacas en contadas situaciones, como cuando te haces un chichón.

Yo tenía un crítico periodo sensible al comienzo de cualquier relación, de la índole que fuera en el que tomaba decisiones inconscientes que forjaban una percepción. No era tan inflexible y podía transmutarse con el tiempo, con la suma de experiencias, pero en el caso de la subespecie chicos Tinder era bastante ilustrativo.

Carter me dio mal rollo después de que nos acostásemos.

Asimilaba mis interacciones con ellos como un periodo de prueba, una fase beta de en lo que podía convertirse nuestra relación. Con Xavier me pasó, pero antes de que su infidelidad me pasara por encima como una estampida de elefantes era más impresionable y menos cínica.

El cinismo solo era una estrategia a medio plazo que aplicaba a discreción con esa subespecie en concreto. No buscaba nada más aparte de compañía y pistas sobre mí misma. A un nivel racional entendía que la única fuente de respuestas se hallaba en mi interior, pero era más divertido ser disfuncional y buscarlas fuera, aunque pudiera pasarme una factura que me dejase la cuenta emocional al descubierto.

Devon salió airoso del periodo sensible.

No es que no tuviera defectos.

Pero los que encontré la primera semana no dispararon mis alarmas nucleares y me habitué a él.

Nuestra relación tenía un carácter demasiado sincero.

Ambos acampábamos en los márgenes de la crónica de una muerte anunciada. Y estaba convencida de que no era la solución más madura, moral, responsable y acertada del mundo. Tenía tantas lagunas que si la mirabas a contraluz era un colador. Pero ¿y qué?

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