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Capítulo 31.

Jamie.

Brienne me esperaba apoyada en el murete de su casa con la vista perdida en el firmamento. Ya había anochecido y las primeras estrellas salpicaban el lienzo oscuro del cielo a pesar de la tenue luz de las farolas.

Ada no tardó ni dos minutos en mandarme un mensaje con los detalles de la quedada. Así que fue muy fácil responderla afirmativamente e indicar que íbamos. En plural. No es que no hubiera podido ir sin ella. Pero me habría apetecido menos. Era consciente de que me estaba internando en la boca del lobo de los cotilleos y las preguntas indiscretas.

Brienne me había advertido con respecto a su familia, pero, a lo sumo, eran corderos disfrazados de lobo. Me tenían cariño y por eso no incurrirían en la impertinencia o en las bromas desafortunadas.

Aquella noche carecía de garantías.

Y la presencia de Brie me tranquilizaba.

Ella, que había aceptado mis silencios el secretismo, la omisión de información. Que había recogido todo eso entre sus manos hasta devolverle una forma coherente a nuestra amistad.

Una amistad que hacía que mi vida se sostuviera mejor.

Y por ese mismo motivo debía dejar de ponerme tonto a su alrededor.

Captó mi cercanía cuando solo nos separaban un par de pasos y sus ojos me buscaron en la penumbra. Sonrió. Sonreí. Fue automático. Fácil. Natural. Un chispazo de corriente eléctrica que navegó por mis terminaciones nerviosas en forma de acto reflejo.

Tenía el pelo aún húmedo tras la ducha, muy rizado enmarcando sus facciones. Llevaba una chaqueta grande con flecos que cubría casi en su totalidad el vestido corto de lo que parecía ser un azul vivo que le llegaba un par de centímetros por encima de las rodillas, cruzadas en una postura relajada. Se irguió cuando me detuve frente a ella y jugueteó nerviosa con las mangas de su cazadora.

—Todavía podemos echarnos atrás —fue mi saludo.

Brie suspiró y me miró con los ojos entrecerrados.

Había elegido una máscara de pestañas azul que le sentaba bien y a pesar de la luz artificial se podía adivinar la constelación de pecas que le salpicaba la piel del rostro besada por el sol.

—No. No podemos. Detectan el miedo. Huelen la sangre como los tiburones.

—Curiosa forma de describir a nuestros antiguos compañeros de instituto.

—Curiosa no significa errónea.

—No, de hecho, es acertada.

Enarcó las cejas con diversión, pero no dijo nada más. Cuando te crías en un sitio pequeño en el culo del mundo aprendes deprisa las reglas de la selva. Es la clase de ambientes donde cualquier comportamiento se examina con lupa y los secretos vuelan sin que nadie pueda retenerlos. Si quieres mantener un perfil bajo muchas veces te ves obligado a reprimir una parte de ti. El problema es cuando le cortas el oxígeno por demasiado tiempo y acaba pudriéndose en tu interior.

O, al menos, así fue durante nuestra adolescencia. O los años de adolescencia que viví allí.

Lo jodido de que un círculo de adolescentes de la misma edad sea reducido es que si se dan las condiciones propicias puedes convencerte a ti mismo que eres un bicho raro, que es necesario que pulas las aristas de tu personalidad para encajar en un molde que no tiene que ser necesariamente el adecuado, solo el predominante en una muestra población demasiado pequeña para sacar conclusiones.

A Brie le pasó.

Y yo la dejé apiñada en ese estúpido molde.

—¿Estás listo, pues? —preguntó, frotándose las yemas de los dedos en un intento de condensar y expulsar el nerviosismo.

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