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Capítulo 41.

—¿Y esta?

Jamie entrecerró los ojos y analizó la pequeña concha de bivalvo que le mostraba.

Venus verrucosa.

Una sonrisa involuntaria curvó mis labios cuando Jamie terminó de recitar el nombre científico de la especie. Asentí, resolutiva y esbocé en la pequeña etiqueta lo que había dicho.

Crucé las piernas, sentada sobre la encimera de su cocina y una vez terminado mi poco exigente trabajo, me dediqué a observarlo. Verle ejecutar la más mínima tarea había ascendido rápidamente en mi lista de actividades favoritas. Pilló mis ojos puestos sobre él y me dedicó una de sus sonrisas perezosas mientras se secaba las manos en el grueso trapo de cocina.

—¿Por qué me miras así?

—No te miro de ninguna manera, sólo me gusta hacerlo.

Ladeó la cabeza y se acercó a mí tras dejar el trapo bien extendido. El corazón se me contrajo en el pecho, expectante. Ya habían pasado dos semanas desde aquel día en la playa que permanecería impreso en mi memoria para siempre y la agitación continuaba ahí, sacudiéndome las entrañas cada vez que se aproximaba con ese brillo en la mirada. Esa cuerda que nos unía se tensaba y tiraba de mi pecho hacia delante. Era inevitable. Ineludible. Y me encantaba.

—¿Sabes por qué ese género recibe el nombre de Venus? —Negué a su pregunta—. Porque se creía que la mismísima Venus salió de una de ellas. Aunque Botticelli no dibujó una almeja como esta en el Nacimiento.

Contemplé la pequeña concha que tenía entre mis dedos y raspé las costillas irregulares que exhibía en su superficie. Jamie llegó hasta mi posición, deteniéndose a escasos centímetros. El filo de la encimera le rozaba el vientre. Colocó las manos a ambos lados de mi cuerpo y se inclinó un poco hacia delante.

—Con esta tienes más de veinte especies diferentes. Empieza a tomar forma la colección.

—Gracias a ti —dijo—, has recopilado la mayoría.

Me encogí de hombros.

—Bueno, he de ocuparme de alguna forma mientras tú surfeas. Y eres tú quién las identifica. —Señalé con un vago movimiento de la cabeza la guía que tenía abierta sobre la mesa, donde se vislumbraban dibujos esquemáticos del interior de los moluscos.

—Ojalá me dejaras enseñarte a surfear más a menudo.

Me aparté el pelo de los hombros con una mano.

—Creo que es evidente que se me da fatal.

—No hay nada que se te dé fatal.

—Sí. —Posé mis manos sobre sus anchos hombros con una sonrisa coqueta—. Muchísimas cosas. Pero tú me ves con muy buenos ojos.

—Has mejorado mucho conduciendo.

Tenía razón. Ya no me intimidaba tanto ponerme frente al volante. Incluso había logrado llevar yo sola el coche familiar hasta su casa el día que cumplí la amenaza de ir al Ikea. Pasamos gran parte de esa noche desesperados entre una decena de instrucciones confusas y cachos de muebles.

La casa iba poco a poco cogiendo forma. Ya no daba un aspecto inhóspito e inhabitado. Las paredes iban cobrando vida lentamente. Me consolaba en lo más profundo puesto que no daba la impresión de ser un lugar de paso.

Sino algo más definitivo.

Algo permanente.

—Es que eres muy buen copiloto.

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