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Capítulo 27.

Era miércoles. La fiesta de Frances había sido hace varios días y ese viernes cogería un tren para regresar a mi pueblo durante el verano. No había sido consciente del tic tac que resonaba en una parte profunda de mi cabeza hasta aquel día.

Si alguien me preguntara mi forma predilecta de resolver conflictos mi respuesta sería: evitarlos. Fingir que no existen hasta que se diluyen tanto que ya no tiene sentido retomarlos.

Era fiel creyente que cada cosa tiene su tiempo.

Que los hechos prescriben.

Las emociones caducan.

El mundo por muy estático que me parezca a cada minuto se encuentra en un movimiento consciente. Cada segundo es irrecuperable. Es un tema recurrente en la literatura. Tempus fugit. Carpe diem. La vida no está hecha para guardar resentimientos. Yo no estaba hecha para eso.

Obviaba los remordimientos evitando pensar en la causa.

Pero sentada en la taza del váter aquel miércoles llegué a un límite que no sabía que existía. Una parte de mí se abrió y reveló su interior inexplorado. Una nueva sala. Una pieza nueva del rompecabezas que seguía siendo para mí misma. Podría haber estado ahí desde el principio. Ser el conglomerado de matices diminutos. O haber surgido desde cero.

Sea como sea estaba ahí.

Y me atacó con un sentimiento que solo sabría definir como una epifanía.

De la nada tuve la certeza de que necesitaba cerrar. Despedirme. Ser tajante. Tal vez eran las hormonas. Me estaba desangrando y me sentía como si un rodillo industrial me hubiera pasado por encima al menos un centenar de veces. Normalmente en ese estado mi cerebro se quedaba pastoso en un perpetuo stand by que me impedía ser productiva.

Llevaba una de las camisetas viejas de mi hermano y unas mallas de ciclista de bajo, dadas de sí. Aún no había domado mi melena porque estaba demasiado corta, demasiado ondulada por lo que estaba hecha un desastre.

Por fuera era un absoluto desastre.

Una ofensa contra la vista.

Yo era una persona presumida al nivel de la ratita. Me gustaba estar presentable. Elegir cuidadosamente el outfit para que encajase con los diferentes contextos. Llenarme los dedos de anillos, ponerme pendientes largos, cortos, de toda clase y conseguir ocultar las ojeras de las que no me deshacía. Adora la purpurina y el iluminador.

Sabía que no eran cosas esenciales, que no me defendían ni me tasaban. Solo me gustaban. Me hacían sentir más cómoda. Más adulta y protegida del mundo exterior. Alimentaban una vanidad que tenía bastante abandonada. Un orgullo que yo (nadie más) había ido arrugando con los dedos hasta hacerlo una pelotillo y encestarlo en una papelera cualquiera.

Pero aquella epifanía fue tan inesperada como rotunda. Un todo o nada, para alguien que estaba bastante acostumbrada a acampar en las medias tintas. Los extremos no eran lo mío. Y ahí estaba yo, calzándome las deportivas sin desanudarlas y dando traspiés frente a la puerta, con la habitación a medio revolver en pleno proceso de mudanza estival.

Tuve la mente fría justa para coger las llaves, el teléfono y el bonobús. Corría el riesgo de enfriarme a medio camino y que mi determinación se abriese por la mitad para dejar hueco a las dudas, reticencias, miedo... y a la sensatez, en parte.

Mi arranque de insensibilidad permaneció químicamente estable hasta que me planté delante de la puerta. Eché la cabeza hacia atrás y me concedí unos segundos para apreciar la familiaridad que me despertaba. No era tan buena con los números como para calcular los días que habría pasado ahí.

Donde duermen los trenesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora