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Capítulo 3:  Road in a Forest Fontainebleau

«Motivos completamente justificados por los que Xavier no responde a los mensajes».

1. Su móvil se ha estropeado, porque siempre lo lleva en el bolsillo trasero de los pantalones y tal como predije, ha terminado en el váter.

2. No funcionan ni el Internet ni los datos móviles y no tiene posibilidades de comunicarse conmigo. No adiestramos palomas mensajes, después de todo.

3. El sistema de mensajería ha sufrido algún fallo indetectable y los mensajes en realidad no le llegan, así que él está escribiendo una lista similar imaginando los motivos por los cuales no le respondo. Aunque él no escribe listas.

4. El maniático de la calle tiene razón y las abducciones extraterrestres no son tan raras hoy en día.

—Dudo mucho que una nave nodriza haya abducido a Xavier, Brie.

Bloqueé la pantalla del teléfono cuando la voz de mi hermano rompió mi instante de concentración. No me digné a mirarlo, echándome hacia atrás en el asiento del copiloto.

—Limítate a prestar atención a la carretera. Y no seas cotilla —repuse, con las escasas migajas de dignidad que me quedaban. El corazón me latía demasiado deprisa en el pecho y empezaba a ver borroso por el lateral de los ojos.

—Estará ocupado —trató de apaciguarme George—. ¿Cuánto ha pasado desde la última vez que te respondió?

—George, no es asunto tuyo.

Mi hermano resopló, indignado porque su acto de buena voluntad hubiese dio rechazado de mala manera. 

—En ese caso ya hemos llegado. De hecho, llevamos aparcados unos tres minutos, por si no te habías percatado —dijo, burlón.

Presté atención a mi entorno por primera vez no sabía en cuanto tiempo. Ni siquiera me había percatado del hecho de que ya no estábamos en movimiento. Fruncí los labios en una mueca ofuscada.

—Lo sabía.

—Ya, seguro.

Me froté los ojos con los dedos, me temblaban un poco los párpados y apreté un poco.

—Brie, mueve el culo, he quedado —me apremió mi hermano.

—¿Lo saben papá y mamá? —interrogué, tranquila, aún con las manos en el rostro. Mi voz sonó algo ahogada.

—¿Saben papá y mamá hasta el último de tus movimientos?

—Es diferente, yo soy una adulta. Y vivo sola, en otra ciudad. Tú eres un crío.

George infló el pecho, ofendido. La iluminación artificial se filtraba a través de las ventanas del vehículo y en la penumbra apenas distinguía las facciones del chico, pero eso no me impidió adivinar que estaba poniendo esa cara de gallito insoportable.

—Tengo diecisiete años.

—Lo que yo he dicho, un crío, Georgie.

—Papá me preguntará si has conducido tú —declaró, en un rastrero intento de cambiar el tema.

Golpe bajo.

Ten hermanos pequeños y consuélales porque las tormentas le dan miedo, luego sufrirán una horrorosa metamorfosis a pubertos desagradecidos. Y te sacarán los ojos.

—Dile que sí. Porque si no se pondrá pesado, contigo y conmigo. Ambos perdemos —expuse, conciliadora—. Y supongo que no te apetece. Eres mi cómplice con todas sus consecuencias, hasta el final.

Donde duermen los trenesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora