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Capítulo 15.

Cuando era pequeña mi padre estableció lo que yo llamaba «un día de tregua» en el que nos permitía no hacer nada. No tener que cumplir tus responsabilidades. Quedabas eximido de ello, durante veinticuatro horas, como si estuvieras enfermo... por la tristeza. Te permitía que durante un día entero descansaras y solo pensases en lo triste que estabas y en como ponerlo remedio.

Yo hice trampas.

Estuve tres días en tregua.

Amanecí la mañana del cuarto aún enterrada bajo las sábanas de mi cama, envuelta en ese silencio sepulcral que se hacía en el piso durante la mañana. La noche anterior no había pegado ojo, haciendo y rehaciendo varias listas mentales. «Razones por las que debo contarle a mi familia que he roto con Xavier»; «Razones por las que es una terrible idea contarle a mi familia que he roto con Xavier»; «Cantidad estándar de días que debo esperar para dar la noticia»; «Orden de prioridad en el que debo contarlo». Aunque seguía sintiéndome incómoda con la perspectiva de comunicar mi ruptura amorosa el tamaño de las listas no mentía: debía hacerlo.

De hecho, en la segunda lista, solo fui capaz de sacar una razón de peso: confesar que el motivo fue porque me ponía los cuernos y ¿lo peor? Que yo lo sabía.

Tras negociar conmigo misma llegué a la conclusión que podría ingeniármelas por evitar ese punto en concreto. Maquillarlo y suavizarlo lo suficiente para que no me dejase en mal lugar. Sabía que mi familia no me juzgaría... demasiado. No me tildarían de idiota sin remedio, pero sí que me harían preguntas al respecto. Preguntas que no sabría responder sin dejarme más en evidencia.

Al margen de mi familia, ¿a cuántas personas debía contárselo? Warren y Charlie estaban al tanto y, por razones evidentes, fuera de cualquier lista. ¿Quién quedaba? Mis compañeros de la facultad eran eso: compañeros. Eso reducía el abanico a dos nombres y ninguno me hacía especial ilusión: Jamie y Frances.

Frances era la oportunidad más prometedora que tenía de entablar una amistad que no estuviera para nada relacionada con Xavier. Y Jamie... bueno, era mi amigo. Creo. Quedamos en eso al menos. Y algo se supondría después de que literalmente le pusiera sobre aviso en el tren.

Cuando me escribió no preguntó si lo había hecho o cómo había salido. Solo me recordó que podía acudir a él, en cualquier momento, si así lo decía.

Sabía que más pronto que tarde tendría que salir de la cama.

Lo había hecho muy pocas veces, solo para satisfacer mis necesidades más básicas como hidratarme, comer e ir al baño. De la compra que hice aquel lunes en el que pensaba que iba a poder cambiar algo mucho se había echado a perder. Así que esos días había estado comiendo cantidades ingentes de pasta hervida con una pizca de aceite y poco más. Galletas saladas y un queso de untar que por suerte no me dio tiempo a abrir antes de volver a mudarme al piso de Xavier durante un par de semanas.

Tenía que ir a la compra.

Prefería que me arrancasen las muelas sin anestesia a ir a la compra.

Pero, por mucho que me apeteciese, no me podía quedar bajo mis sábanas viendo un TikTok tras otro de perros salchichas. Llevaba demasiados días recreándome en mi miseria, sufriendo arrebatos de locura que me instaban a llamar a Xavier y pedirle que viniera. Entonces, le dejaría hacerme el amor y le perdonaría bajo la promesa de que no se repitiera nunca más lo de sus aventuras.

Cuando se me pasaba, me sentía más patética todavía.

Gruñí y pateé las sábanas con rabia. El edredón cayó al suelo y el frío me lamió la piel desnuda de las piernas. Giré la cabeza contra la almohada y refunfuñé aún más antes de empujar con la palma de las manos el colchón e incorporarme. Me quedé arrodilla sobre la cama un rato más. Tenía las cortinas corridas, pero la luz ya iluminaba cada rincón del cuarto. No era capaz de olerlo, pero seguro que apestaba a inmundicia.

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