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Capítulo 8.

Mentir a tus padres y escaquearte de celebrar su amor te ensucia el karma. O quizás no exista nada como el karma y las malas acciones queden impunes. El motivo de mi resfriado podía ser simplemente que caminé descalza y lloviendo por la calle de madrugada.

Pasé una semana de mierda. Haber acabado los exámenes no me eximía de seguir asistiendo a clase. Las lecturas comenzaron a hacérseme cuesta arriba. Me costaba concentrarme, arañar un ápice de mi capacidad de escribir dos frases coherentes para redactar los trabajos. Cada vez me sentía más apática con respecto a la universidad, lo que no colaboraba exactamente a reducir el dolor de cabeza que me acosaba desde el domingo por la noche.

Ni siquiera tuve la osadía de abrir el Word de mi novela, temiendo perecer frente a la pantalla de una vez por todas.

Me marché de mi piso el lunes por la mañana y volví a atrincherarme en la comodidad del apartamento ruinoso de Xavier. A pesar de ello, apenas pasamos tiempo juntos, a solas, durante la semana. Yo me dedicaba a dormitar y transitar por las horas como un espectro de mi misma y él estaba bastante atareado. Se iba con sus amigos a tomar un café y no regresaba hasta casi la hora de cenar. Hacíamos el amor de forma perezosa y después se quedaba dormido con una sonrisa satisfecha, mientras yo le acariciaba el pelo.

Antes de darme cuenta ya era viernes. Mi madre me mandó un billete de tren para que fuera a verlos, preocupada por mi estado de salud. El dolor de cabeza seguía ahí, indiferente a las cantidades de ibuprofeno que consumía.

Me detuve, cerrando los ojos, escondiéndome de la luminosidad blanca e inclemente del supermercado. Warren canturreaba por los pasillos, repasando la lista de la compra, arrugada, entre sus dedos. La había redactado antes de salir en un trozo de papel de cocina. En el último trozo, de hecho. Estaba apuntado en la cabecera de la lista y ya se encontraba en el carro.

—Brie —me llamó, asomando la cabeza por un extremo del pasillo. Me había quedado bastante rezagada—. ¿Estás bien?

—Sí —respondí, empujando el carrito.

Torció un poco el gesto, inseguro.

—Te dije que no hacía falta que me acompañaras. Puedes esperar en el coche si te sientes cansada.

Negué de forma imperceptible con la cabeza.

—Estoy bien —reiteré—. Y sí hace falta. Me como vuestra comida, lo mínimo que puedo hacer es salir a comprar y reponerla.

—Charlie y Xavier también y tendría que maniatarlos para que me acompañaran.

—Podrías hacerlo, maniatarlos, digo.

—Lo sé, pero me da pereza y eso los salva, ¡uy! ¡Una oferta! —como buena maruja Warren agarró uno de los blísteres de carne. La línea entre ser un estudiante universitario y ser pobre de necesidad era tan delgada que ibas, poco a poco, desarrollando habilidades de racanería—. Caduca hoy. Mira, mejor, la cena.

Yo me encontraba analizando los componentes de unos cereales de marca blanca que tenían aspecto de saber a cartón, cuando un movimiento en la periferia de mi vista acaparó mi atención.

Su altura le hacía despuntar por encima de los estantes. Warren lanzó una bandeja de muslitos de pollo al carro en el preciso momento que Jamie atravesó uno de los laterales del pasillo. Llevaba los cascos de cable en los oídos y una amplia cazadora de cuero por encima de un jersey marrón. También empujaba uno de los carritos del establecimiento, con aire distraído.

Siempre había sido consciente del funcionamiento disfuncional de mi propia mente y de su manía por clasificar. La aparición de Jamie no había sido una excepción a esa norma. Pertenecía al interior de un vagón, a los límites de la estación de tren. Verle fuera de aquellas fronteras imaginarias logró desestabilizarme el pulso.

Donde duermen los trenesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora