🚞|33|🚞

594 82 108
                                    

Capítulo 33.

De pequeña me aterraba el océano.

Era demasiado inmenso.

Demasiado impredecible.

Demasiado todo.

Jamie lo amaba por las mismas razones que yo lo odiaba. Incluso cuando éramos tan pequeños que no teníamos conciencia real de lo que significaban sentimientos como aquellos.

Era triste y limitante como niña criada en la costa que no sintiera más que miedo al acercarme a la playa. Que permaneciera en un segundo plano, a salvo, en la orilla, huyendo del agua que rompía rítmicamente en las rocas de los acantilados. Por eso un obstinado Jamie de unos cinco o seis años convirtió en su misión de vida quitarme el miedo.

Pase lo que pase entre nosotros debo estarle agradecida eternamente por regalarme aquello. Por cogerme de la mano y sustituir el miedo por un afecto mesurado y siempre respetuoso.

Lo que se aprende deprisa si vives en las proximidades del mar es que debes amarlo, pero jamás subestimarlo. Porque es todas esas cosas desconocidas que me daban pavor. Pero también mucho más. Algo bello y majestuoso que te marca para el resto de tus días, que te acompaña allí donde estés y te da la bienvenida en cada una de sus playas.

Aunque ninguna era como esas.

Hacía demasiado frío como para que yo me atreviera a bañarme, pero Jamie se embutió en su traje de neopreno y se lanzó a las olas con su tabla como única compañía. Me encantaba verlo surfear.

Se fundía con las aguas congelados como si fueran uno. No sonreía mucho. Ni tampoco hablaba demasiado al regresar a la orilla, con los labios amoratados y los ojos enrojecidos por la sal. Pero podías sentir el cambio que ejercía en él. El poder que aquel ritual tenía en su vida.

Para Jamie surfear era como respirar.

Y por eso era casi imposible apartar la mirada del espectáculo que ofrecía.

Permanecí sentada sobre la toalla, con los pies enterrados en la arena y la atención enredada en la espuma de mar bajo la que desaparecía de vez en cuando. Notaba un zumbido constante atravesándome el cuerpo. Adrenalina. Ilusión. Confusión. Energía residual que me hacía estar más inquieta que de costumbre y de la que no sabía como desprenderme. Escarbaba con los dedos de los pies entre la arena fría y húmeda buscando una toma a tierra. Una descarga limpia e indolora que no conllevara consecuencias extremas.

Puede que fuera una chorrada.

Probablemente, lo fuera.

Conducir no era la gran cosa para una enorme cantidad de gente.

Para mí sí y ni siquiera entendía el porqué.

A lo mejor me amilanaba ante toda la responsabilidad que suponía ponerse al volante de un vehículo. Ahí dentro no servían las excusas. Dependía de mis decisiones.

Nunca me había gustado decidir.

El proceso de elegir una carrera fue estresante a más no poder.

Mi única vocación en el mundo era escribir, pero no era factible dedicar todos mis esfuerzos a ello en un mundo que giraba alrededor del dinero. En el que debía trabajar de algo. En el que mis escritos solo eran papel mojado y una vía de escape en la que me refugiaba de más. Construía castillos en las nubes y me pertrechaba en ellos con un miedo infantil a seguir creciendo y afrontar mi tremenda mediocridad.

Cogí un puñado de arena entre los dedos, reteniendo un suspiro en la parte alta de mi garganta. Me forcé a tragarlo. A saborear su amargor y después dejarlo ir, como los granos que se escurrían entre los huecos que dejé al abrir la mano. Cada uno era un pensamiento al que renunciaba a sabiendas.

Donde duermen los trenesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora