🚞|13|🚞

679 62 60
                                    

Capítulo 13.

«Razones por las que Jamie está equivocado y es un imbécil de campeonato».

No tuve que crear esa lista, llevaba años inactiva, pero la encontré bajando casi hasta el fondo de la aplicación de notas. No recordaba haberla hecho, ni mucho menos, transferirla a la memoria de la tarjeta cuando me cambié de móvil. Pero ahí estaba, esperándome.

Y no estaba vacía, tenía múltiples puntos, pero el que me captó la atención fue el último de ellos:

Es idiota por marcharse sin despedirse, como si yo no pudiera entender los motivos de su marcha y prefiera fingir que nuestra amistad nunca existió.

Tecleé una nueva, justo debajo.

Es idiota por aferrarse a las ruinas de esa amistad que existió, en pasado, y sentirse con derecho a intervenir en mi vida, cuando no lo necesito. No lo necesito en absoluto.

Me quedé un buen rato mirando aquella oración hasta que las palabras perdieron sentido para mí y se convirtieron en letras al azar. El cursor parpadeaba a su lado, instándome a continuar, a descargarme, a despotricar contra él. De no haber estado tan alterada en el tren, lo habría hecho, pero el enfado ya no era enfado como tal. Sino otra cosa, que me puso de morros durante todo el fin de semana.

Era injusto. Se suponía que debía estar feliz porque Xavier por fin había accedido a conocer a mis padres. A mi hermano. A pasear por las calles de mi hogar y meter los pies en el agua del océano, por muy fría que estuviera. Pero Jamie se las había ingeniado para sabotear los mecanismos que me permitían ser feliz a raíz de ese futuro cercano.

«Xavier no te quiere y, si lo hace, su amor es una mierda y tú una crédula por aceptarlo».

Esa frase llevaba torturándome desde que la escuché. Traté de invalidarla de todas las maneras posibles. Elaboré un millar de argumentos convincentes en una lista, a papel, el sábado a las dos de la madrugada. A la mañana siguiente la destrocé en pequeños pedacitos que no me atreví a tirar a la papelera en caso de que mi madre pudiera dar con ellos. Porque no eran para nada convincentes, sino desesperados.

Jamie no conocía a Xavier.

No entendía nuestra relación en absoluto.

Y, por consiguiente, no podía opinar con fundamento.

Pero mi situación era tan patética que no necesitaba conocimiento alguno para dejarme en evidencia. Era humillante.

Preferí volcar mi frustración en las tareas de la universidad, tan tediosas y absorbentes que perdí parte de mi identidad durante unas cuantas horas. Mientras deliberaba cual era el mejor enfoque en cierto ensayo, o como redactar una crítica brutal sin que mi profesor se escandalizase... no tuve que pensar en qué estaría haciendo Xavier en aquellos momentos.

Porque había dejado de contestarme a los mensajes.

Su forma de cortar las comunicaciones era un poco un insulto a mi inteligencia. Porque no tenía sentido hacerlo. Quizás no tuviera estómago suficiente para engañar y luego mandar un emoticono a su novia. Me mordisqueé la uña del pulgar, abstraída, mientras contemplaba la pantalla de mi ordenador.

Si todo fuera distinto, habría escrito para desahogarme.

Lo echaba mucho de menos, muchísimo. Disponer de la escritura como válvula de escape me había salvado incontables veces durante mi adolescencia. Pero ahora significaba admitirse demasiadas cosas que prefería omitir.

Me estaba cansado de censurar mis propios pensamientos, mis sentimientos incluso. Cuando estaba con Xavier era lo más sencillo del mundo, pero a tantos kilómetros de distancia se volvía una tarea en extremo complicada. Sobre todo, si no me respondía a los mensajes.

Donde duermen los trenesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora