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Capítulo 38.

Estaba absorta en el inminente atardecer cuando el ordenador emitió un zumbido reconocible. Desvié la mirada hasta fijarla en el aviso de poca batería que había irrumpido sobre el fondo blanco del documento.

Con parsimonia me agaché para alcanzar el cargador y conecté el portátil a la corriente. La blancura me hirió un poco las pupilas. El cursor parpadeaba, a la espera de que mis dedos respondieran.

No lo hicieron.

La sensación de embotamiento que me había dominado al cruzar el umbral de la casa no había desaparecido del todo.

En su lugar acaricié la piedra que descansaba a un lado, en la mesa del escritorio, del color exacto de los ojos de Jamie. Pensar en él hizo que la piel se me pusiera inmediatamente de gallina.

Me recoloqué sobre la silla de despacho y dejé las manos suspendidas sobre el teclado. Si cerraba los ojos casi podía imaginarme el aspecto que mi mente mostraba por dentro. Los papeles arremolinándose en un torbellino, fuera de mi alcance.

Tamborileé con las uñas sobre la superficie, frustrada.

Tenía la imperiosa necesidad de reaccionar.

Pero era... complicado.

Sería ingenuo pensar que sobre la mesa estaba la opción de que nada hubiera cambiado en lo más mínimo. Y mi parte más cobarde y huidiza lo habría querido así. Pero no. Porque eso tampoco se correspondía con mis deseos.

Jamie había sido claro en su respuesta.

Certero como un rayo.

Y yo quería igualar ese nivel de sinceridad.

Para ello debía responder a una pregunta muy simple: ¿Qué quería yo?

La respuesta de simple no tenía nada.

Estaba tan acostumbrada a no tener anhelos que ahora que los buscaba desesperadamente aparecían difusos frente a mí. Tal vez la raíz del problema se hallaba en que quería demasiadas cosas que eran potencialmente excluyentes.

Quería proteger los vínculos de amistad que tenía con Jamie. Que siempre había tenido. Al margen de los otros sentimientos. Yo sabía que nuestra amistad era genuina. Valiosa. No un prólogo. Era muchísimo más importante que eso. Era un todo en sí misma.

Pero también quería más.

Quería lo que había probado en su casa, en los márgenes de su cama.

En mi entendimiento de la amistad no cabía lo que habíamos hecho.

Ya había mantenido relaciones sexuales sin un propósito determinado, como una práctica deportiva, un pasatiempo más. Pero no era mi intención repetir el patrón que significaba esa insignificancia. No con Jamie.

Entonces... ¿qué?

¿Una relación de pareja?

Era la respuesta más obvia, pero cada vez que me atrevía a susurrarlo en mi fuero interno provocaba un terremoto de inseguridades. Había aprendido una cosa a las malas: no sabía mantener una relación.

Aceptaba que no era todo culpa mía.

Sin duda Xavier tuvo que ver con eso.

Pero mis crímenes estaban ahí: la dependencia, la necesidad de reafirmación, la ceguera voluntaria. Continuaban como cicatrices en mi corazón. No quería que eso volviera a suceder. No podía hacerme eso a mí misma. Y aunque me prometiese lo contrario no me sentía lo bastante fuerte para extender mi promesa muchos meses. El germen de aquello continuaba formando parte de mí. Iba avanzando, sí. No iba a desprestigiar eso. Pero simplemente había demasiado en juego.

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