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Capítulo 9. 

Jamie

Un trueno asustó a Chispas que saltó a la cama, meneando la cola, mosqueado. Hice un ademán con la mano para acariciarle la cabeza y no tardó en acurrucarse a mi lado. Continué con los mimos, distraído, mientras leía aquel artículo larguísimo. Los ventiladores del ordenador rugían, creando un hilo de fondo que se fundía con las gotas de lluvia impactando, violentamente, contra la ventana.

Maeve estaba sentada con las piernas cruzadas sobre la mesa y la espalda reclinada contra una de las paredes. Leía, con un libro apoyado en sus muslos desnudos y su larga melena pelirroja húmeda calando la camisa que le había prestado. La tormenta se había abalanzado sobre las calles cuando ella estaba camino y llegó empapada, con los labios amoratados y una sonrisa beatífica imposible de descifrar.

El libro que tenía entre las manos era uno de mis manuales de anatomía, pero no me atrevía a preguntar el porqué su repentino interés por ese tema en cuestión. Lo cierto es que había una atmósfera extraña en la habitación, parecía el prólogo de algo. Un remanso de paz frágil y caduco que tarde o temprano iba a terminar colapsando.

Sentía la inevitabilidad pegada a mi piel, como una fina capa de sudor, pero no lograba identificar su origen. Las últimas semanas habían transcurrido con tranquilidad, sin ningún polvo confuso como el de aquel día que acaparó mis pensamientos durante un fin de semana entero.

Chispas ronroneó cuando encontré el punto exacto y una lenta sonrisa se extendió por mis labios cuando apretó su cuerpecito más contra mí. Llevaba un par de meses viviendo en nuestro piso y al principio era muy desconfiado. La mayoría de los gatos que había tenido el placer de acoger bajo mi techo lo eran. algunos se mostraban extremadamente ariscos, otros tenían comportamientos erráticos e impredecibles.

Los parpadeos de Chispas se fueron volviendo cada vez más lentos, y no pude evitar acordarme de Brienne. La manera en la que batallaba con el sueño sin éxito alguno y se iba quedando dormida en el asiento del tren. Como si los párpados le fueran pesando más y más hasta que se volvía incapaz de abrir los ojos.

Leí tres párrafos del artículo sin enterarme apenas de su contenido mientras mi mente se enfrascaba en un complicado sentimiento de nostalgia. Había tardado años en dominar la técnica de compartimentación que aislaba los recuerdos que prefería que se fuesen difuminando hasta desaparecer en las brumas del olvido. Y para ello tuve que concentrarme mucho en almacenar aquellos que temporalmente coincidían con esa etapa que deseaba borrar de mi cerebro, pero que no tenía intención de descartar como los demás.

La mayoría eran de ella.

De las pecas que le salían en los hombros cuando pasaba mucho tiempo al sol.

De la sombra que proyectaba el ala de su sombrero cuando se quedaba dormida sobre una toalla llena de arena, encogida sobre sí misma como un bebé.

Del sonido exacto de su risa que no había oído ninguna de aquellas veces que nos cruzamos en el tren.

Pestañeé ante la pantalla iluminada de mi portátil. El día se había vuelto tan oscuro como si fuera noche cerrada y tuve que atenuar el brillo, cada vez más molesto. Maeve había dejado de leer, balanceaba los pies, con aire concentrado y ausente.

Deseaba incorporarme, levantarme el mentón con los dedos y besarla. Introducir mis manos por debajo del tejido de la camiseta prestada que llevaba puesta y tantear sus costillas, despacio.

No obstante, permanecí quieto, aguardando, sin querer imponer mis necesidades por encima de las suyas.

—Jamie —me llamó, con dulzura.

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