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Capítulo 22. Brie.

Me desperté con una indefinida sensación muy similar a la euforia, pero perteneciente a una vertiente mucho más tranquila y sosegada. No me estaba dando el sol en las mejillas o por la ventana se filtraba el arrullo del océano y el aroma a sal y a casa, y sin embargo me sentía como si así fuera.

Me acurruqué, adormilada, transitando la difusa línea entre el sueño y la vigilia y poco a poco mis sentidos se fueron abriendo más, captando retazos de información que me obligaron a abrir un ojo.

Hice una lista de todos los eventos destacables:

No estaba en mi habitación, ni mucho menos, si no en el de Jamie, en su cama, para especificar más.

No estaba sola. Recordaba vagamente que Jamie había propuesto quedarse conmigo hasta que me quedara dormida, porque yo me rehusaba a estar sola, como una niña pequeña con pánico a la oscuridad. En mi caso, la oscuridad no era un problema, el silencio y mi capacidad de autosabotearme, sí.

Retomando la lista:

No es que no estuviera sola. Había dormido con Jamie una infinidad de veces. En el pasado, cuando ambos éramos unos críos. Pero eso no justificaba mi atrevimiento de pasarle una pierna por encima de la cadera, destapándome casi por completo para hacer posible semejante hazaña.

Debió ocurrir durante la noche, cuando ninguno era dueño de sus propias acciones, pero nuestros cuerpos yacían enredados de tal manera que, si no me soltaba, no podía escabullirme sin despertarlo.

Me dolía la mano una barbaridad, recordándome el episodio más problemático de la velada anterior.

No me apetecía moverme.

Debería. Sin duda, debería haberme movido o al menos, tener la intención de hacerlo.

Pero sólo me acomodé mejor y mis ojos vagaron por las facciones relajadas de Jamie. Dormido parecía más joven, se asemejaba al Jamie que protagonizaba mis recuerdos de la adolescencia. Noté como las comisuras de mis labios decaían hacia abajo, en una sonrisa nostálgica.

Le acaricié con la mirada, despacio, jugando a las siete diferencias. Tenía el pelo más largo, los pendientes que se hizo después de marcharse, las pestañas larguísimas, negras, apiñadas, envidiables. Las líneas prominentes de su nariz, lo grueso de su labio inferior, sus cejas pobladas. Recopilé cada detalle con precisión arqueológica.

Jamie debió percibir mi mirada porque abrió los ojos, despacio. Supongo que esperaba que se sobresaltara, al vernos tan cerca, pero no lo hizo. Sonrió, en una mueca perezosa y sincera y la mano que tenía mansamente en mi cadera subió un poco.

—Buenos días.

Pie de página mental: la voz amodorrada de recién levantado cuando de por sí, era tan profunda y musical, era devastadora. Nunca había usado ese adjetivo con tanto acierto antes.

—Buenos días —respondí y enarqué las cejas con una dosis de buen humor—. Acabo de percatarme de que, si tergiversas un poco lo sucedido anoche, soy una especie de femme fatale. Me besé con mi ex, me lo monté con otro chico en la discoteca y he amanecido en los brazos de un tercero.

Jamie se humedeció el labio inferior con la lengua y me dirigió una mirada saturada de ironía.

—Es una versión bastante pobre de la realidad. Además, no tienes aspecto de mujer fatal.

—Vaya gracias, a todas las chicas nos encanta recibir cumplidos por la mañana.

El chico se rio en voz baja y la vibración de su pecho retumbó en el mío.

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