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Capítulo 26. Jamie.

Llegué a casa con el cerebro embotado.

Los oídos me pitaban como después de un estallido y el cansancio acumulado me hacía ver borroso. Sabía que mi cuerpo estaba cerca del límite. Mi mente también. Los exámenes, los turnos y los entrenamientos me habían empujado al borde de lo que era capaz de ofrecer.

Mimosa me miró desde un rincón de la habitación, con esa calma tensa que reinaba en nuestro recién estrenado estado de tregua. Era mejor que su abierta hostilidad. Aún desconfiaba, pero iba aceptando cada vez más acercamientos.

Íbamos a contrarreloj, pronto tendría que tomar una decisión.

El inicio de una migraña se enroscaba en un punto muy preciso entre mis cejas e iba extiendo el dolor en oleadas crecientes. Apreté los labios y me dejé caer en la cama. Cerré los ojos y el pitido remitió. El mundo se calmó unos instantes. El piso se sumió en el silencio.

Bill continuaba en la fiesta.

Con Frances.

Con Brie.

Podía verla sentada sobre la encimera, con aquellos rizos rebeldes, el gorrito de fiesta ladeado y sus ojos negros refulgiendo con una intensidad complicada. Como un océano embravecido en el que quise tirarme de cabeza. Lo complicado no era la intensidad, era lo que rodeaba, lo que construía.

El espacio que dejaba para imaginar... ¿el qué?

Más.

Me froté los labios con los dedos y cedí, cayendo de espaldas sobre el colchón. Tenía los pensamientos enredados. Pero estaban ahí. Latentes. Ruidosos. Dispuestos a estallar en cualquier momento. Y hacer pedazos todo lo demás.

Estaba inquieto, nervioso, me sentía codicioso, errático. Iba dando tumbos entre dos versiones de mí que no coincidían. Quizás simplemente estaba cansado. En el fondo lo que padecía no era más profundo que cuando un bebé berrea porque tiene sueño.

Tenía claras muchas cosas.

Tenía claro a lo que renuncié hace seis años.

Lo que cambió a raíz de eso.

Hay decisiones que abren caminos que no tienen salida de emergencia o un sitio en el que dar la vuelta. En los que solo debes seguir avanzando recto, sin bifurcaciones, sin miradas hacia atrás.

Esa certeza era la que me mantenía en movimiento.

Pero ciertos elementos poseían la capacidad intrínseca de colarse. De hacerse hueco. De reclamar lo que fue suyo. Lo que sigue siendo suyo.

Me incorporé y acerté a encender la luz del escritorio. Tenía que estar ahí. En alguna parte. Me agaché y tanteé entre los gruesos libros de texto hasta dar con lo que buscaba. Era el marco de una fotografía. Lo único que me había permitido conservar antes de vaciar el bidón de gasolina y tirar la cerilla en los resquicios de mi antigua vida.

Soplé para retirar parte del polvo y limpié el cristal con el borde de mi camiseta. Era mi familia. Mi hermana. Mi madre. Mi padre. Desmonté el marco con dedos torpes. Detrás de esa había otra. En ella salía una versión mucho más joven, despreocupada y feliz de mí mismo. Recordaba ese día al dedillo. Fue la primera vez que logré ponerme de pie en la tabla de surf durante aproximadamente cinco segundos y después me di de bruces contra el mar.

Arropada en la misma toalla enorme y llena de arena estaba Brie, una Brie de ocho años, con una sonrisa a la que le faltaban varios dientes y un collar de cuentas raído por el sol alrededor del cuello.

Aquel mismo par de ojos negros.

Aquella misma intensidad, más cruda, sin refinar.

Acaricié con el pulgar su sonrisa, como había querido hacer aquella misma noche. Como había estado a punto de hacer. Lo habría hecho de no ser por el borracho que encendió la luz y se tragó toda la valentía absurda que nace de las malas ideas sin reflexionar. De las que aparecen inoportunas y nacen de muy adentro. Como un puñetero tsunami.

Se suponer que ya había renunciado a ti.

¿Cuándo había hecho la mudanza con todas sus cosas y había vuelto a meterse bajo mi piel?

Joder. 

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