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Capítulo 11.

Por primera vez en mucho tiempo me desperté sola, en mi cama, en un piso donde reinaba el silencio más absoluto. No sé como esperaba sentirme. Triste. Enferma. Melancólica. Aliviada, a lo mejor. Existía un amplio abanico de posibilidades emocionales, pero la verdad es que noté pesadez en los párpados y pocas ganas de abandonar la calidez de mi nido de almohadas.

Aún así tuve que hacerlo, muy a mi pesar.

Frances debía haberse marchado, porque no había rastro suyo por ninguna parte. Lo cierto es que no tenía nociones mínimas acerca de sus horarios en la facultad. Yo tenía clase hasta por la tarde y eso me dejaba un gran margen para hacer algo con mi vida y aquella soledad recién descubierta. Era un territorio inhóspito para mí. En casa, mi madre, mi padre o mi hermano siempre estaban pululando. Puede que no interactuase con ellos, pero su presencia era una constante con la que sabía que podía contar.

Desde que conocí a Xavier también tenía su constante. O la de Warren. O la de Charlie. Pero en mi piso, sumido en una quietud casi reverencial, parecían tan lejanos como mi propia familia.

No tardé en averiguar un contra bastante molesto de no pisar mi apartamento de forma habitual: no tenía prácticamente comida. Solo sobres de pasta, unas galletas rancias y una balda vacía en la nevera.

Aún con el pijama puesto me calcé las botas. La tienda estaba bastante cerca y seguía amodorrada, porque, aunque me quedaba café molido, sin una gota de leche me iba a ser posible ingerirlo.

De alguna forma hacer la compra con total normalidad, solo para mí, fue tranquilizador. Empezaba a amontar multitud de pequeños acontecimientos que tenían ese efecto, como cenar fideos instantáneos con Frances, o elegir que kiwi parecía más maduro. No tenía mucho sentido. Liberé a mi cerebro de procesar aquellos sentimientos, no contaba con el poder de la cafeína aún y puede que aún me encontrase un poco en shock después de lo que sucedió anoche, en el tren, con Jamie.

Un ligero alivio se había alojado en mi interior. Al final compartir mis inquietudes sí que resultaba. Aunque seguía lidiando con la parte negativa de la cuestión. Suspiré mientras me inclinaba a por la bandeja de pollo que estaba más al fondo.

Pospuse los razonamientos complicados para cuando acabase con las tareas del hogar. Hice la compra. Volví a abastecer mis armarios y la parte de la nevera que Frances había respetado, instalándome de forma oficial en el apartamento que pagaba religiosamente todos los meses. Bueno, que mis padres pagaban, lo que solía lo volvía peor. Socavaba la economía familiar y ni siquiera tenía un cartón de leche en la puerta del frigo.

Me preparé un café aguado y aproveché el tiempo que tardó para limpiar las encimeras. Una vez que me puse fue difícil parar. Saqué la basura tal y como prometí a Frances, fregué el salón, ordené mi habitación, retomé aquellas tareas que llevaba meses haciendo en el piso de los chicos, pero no sólo para mí.

El café estaba tibio cuando lo eché en la taza, pero me lo bebí tal cual. Como necesitaba ocupar mi mente durante los fines de semanas para restringir la cantidad de pensamientos que dedicaba a pensar qué estaría haciendo Xavier en mi ausencia... tenía todas mis lecturas al día. Mi rendimiento en la facultad seguía siendo inmejorable.

Eso me dejaba sin excusas para evitar abrir el documento de Word.

Me senté en mi escritorio. Había abierto las ventanas y la habitación olía a lluvia, a limpio y a poco más. No había pasado suficientes horas en ellas como para que tuviera algo de mí.

Eso me irritaba.

No lo supe hasta que empecé a pensar en ello. Llevaba cinco meses entumecida procurando y todos mis pensamientos habían girado alrededor de un tema concreto. Todos. Darme cuenta de lo que había descuidado como un efecto colateral me enfureció conmigo misma.

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