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Capítulo 34.

Las tormentas de verano son tan intensas como breves.

Una nube que descarga todo lo que oculta de una forma brutal y violenta para luego desvanecerse.

Bastó que Jamie dijera que no para que la intensidad de la lluvia remitiera. Ni se molestó en terminar de quitarse el neopreno y no dudó en pasar entre el hueco de los asientos hasta el puesto del conductor. Metió las llaves en el contacto y el motor arrancó. Me reí cuando tuvo que echar de golpe el asiento hacia atrás, ajustado a mis medidas y él me devolvió una mirada burlona.

Y cargada.

Muy cargada.

El aliento quedó atrapado en mis pulmones, escondiéndose de la intensidad de pensamientos que me atravesaron la cabeza como un chispazo. De normal la magnitud de mis propias emociones me habría aterrorizado y mi mal dirigido sentido de supervivencia habría optado por el modo huida.

Pero dentro de aquel coche no había espacio para el miedo.

Esa sensación vertiginosa que provocaba que me hormigueasen la punta de los dedos tampoco dejaba oxígeno en mi interior para que el pánico floreciera. Ni tampoco la razón, la sensatez y la noción de que cualquier acto entraña consecuencias que a veces son difíciles de prever.

Jamie conducía en silencio, mordiéndose el labio inferior a cada rato, evitando cuidadosamente distraer su atención de la carretera. La tormenta había dejado el asfalto resbaladizo y él mantenía en todo momento la compostura. O al menos en lo que se refería a una conducción eficiente, porque su pecho subía y bajaba al ritmo de una respiración más acelerada de lo habitual.

Opté por apartar los ojos de la carne blanquecina que mantenía prensada entre sus dientes porque empezaba a desarrollar una pulsión obsesiva imaginándome esa misma boca y esos mismos dientes en diferentes emplazamientos de mi cuerpo. Un pasatiempo peligroso en un coche en marcha.

Lo malo es que una vez que mi vista quedó huérfana de objetivo, no supe donde depositarla y me moví, inquieta, en el asiento. La ropa seguía estando empapada y era incómoda, pero, sobre todas las cosas, la humedad se filtraba a mi piel y me hacía tiritar. Tenía arena por las piernas y quizás también en el pelo. Sin duda era una definición bastante exacta de un desastre en aquellos momentos.

Por dentro era muchísimo peor.

Tardamos alrededor de quince minutos en llegar a la casa de Jamie. Un tiempo más que de sobra para reflexionar. Era imperativo hacerlo. Urgente. Un caso de vida o muerte. Yo pensaba muchísimo pasándome al extremo de sobrepensar más de una vez. Y, sin embargo, en aquellos quince minutos no logré hacerlo.

No realicé mil listas por segundo.

No imaginé escenarios apocalípticos hipotéticos como complejos laberintos en los que testear mis decisiones.

Estaba en una especie de limbo en el que solo era consciente de las sensaciones físicas. Del frío. De la humedad. Del retumbar de mi corazón. De mi respiración un poco inestable.

Ni siquiera estaba nerviosa.

Probablemente, también debería estarlo para, al menos, mostrar un mínimo de decencia.

Un suspiró escapó de mis labios cuando Jamie apagó el motor del coche y el silencio cobró vida, colándose en cada rendija del interior del vehículo que olía a tormenta de verano y decisiones imprudentes.

Tiré de las mangas de mi sudadera hacia abajo, resguardando los dedos en los pliegues de la tela, porque estaba demasiado inquieta. Demasiado deseosa de un tacto que aún no me pertenecía.

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