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Cuando la voluntad se ve supeditada al temor

Un simple gesto de amor, incluso fugaz y vertiginoso,

Puede reanimar al más relegado corazón.

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Mis manos temblaban haciendo imposible que lograra llevarlas hasta mis ojos, que estaban tan hinchados que ni siquiera podía distinguir si estaban abiertos o cerrados. Un sonido agudo y constante retumbaba en mis oídos aislándome de cualquier posible anticipación de un nuevo impacto. Aquel olor a alcohol mezclado con sudor lograba que mi estómago luchara por desahogar tanto dolor y mis piernas dobladas sobre mi pecho intentaban protegerlo de manera inútil, ya que la posibilidad de volver a cumplir su función era remota. En un intento vano por escapar, mi mente volvió a tus ojos, a tu sonrisa tan contagiosa, a tus manos precisas, al día que me confesaste tu amor.

Ya no me importaba el dolor, si aquel iba a ser mi final, tu recuerdo me daba paz. Haberte amado había sido lo mejor que me había pasado en la vida y sólo por eso, todo había valido la pena.

Un año antes

La alarma del cronómetro sonó para sorprenderla. Separó sus manos de aquella rodilla y sonrió con satisfacción.

-Estamos casi listos, Señor Alonso.- le anunció Paula, al hombre de cuarenta años que sonrió con alegría.

-Eres realmente una maravilla, te voy a recomendar con todos mis amigos.- le respondió el hombre mientras se levantaba de la camilla.

-Muchas gracias, sólo hago mi trabajo.- le respondió Paula, acomodando sus anteojos mientras se lavaba las manos y las secaba con una de las toallas que ofrecía el gimnasio del hospital.

El Señor Alonso terminó de alistarse y dejó el lugar para darle paso a un nuevo paciente. Paula llevaba cuatro años trabajando en el área de kinesiología del Hospital Universitario La Paz, uno de los mejores de la ciudad de Madrid, y lo disfrutaba muchísimo.

Había llegado de Buenos Aires con pocas expectativas y, sin embargo, el destino había puesto en su camino a Begoña, una joven terapeuta que no sólo le perdonó varios meses de alquiler sino que también la había recomendado con su jefe y si bien al principio el hecho de que no contara con todos los papeles había despertado cierto resquemor, al verla en acción, había decidido darle una oportunidad.

Y allí estaba, agradecida de contar con la ciudadanía española por su abuela, escalando posiciones en aquel pequeño servicio que se hacía cargo de todas las demandas de aquel enorme hospital.

-¿Nos juntamos a ver la carrera?- le preguntó su amiga y compañera de trabajo con entusiasmo.

-¡Contaba con eso! Ya me dejaste el piso para mi sola, ¿no me digas que tu noviecito también nos va a robar nuestros domingos?- le dijo con falso reproche.

Paula llevaba un año viviendo sola y si bien extrañaba a su amiga, estaba feliz por ella.

-Eso no, que la Fórmula uno es nuestra. Oí que Ferrari va a contratar a Carlos Sainz para el año que viene. Sólo rumores, pero como se que te tiene embobada ese madrileño, cumplo en informarte.- le dijo Begoña con su habitual tono divertido.

Paula sonrió mientras negaba con la cabeza.

-Tampoco embobada, pero soñar aún es gratis.- le respondió mientras tomaba su Ipad para llamar al próximo paciente.

-Sigue soñando, porteña, que a lo mejor se te da.- le respondió la española aumentando el tamaño de su sonrisa mientras se acomodaba el ambo blanco para recibir a su próximo paciente también.

Paula la observó mientras se alejaba, en verdad estaba agradecida de contar con su amistad.

De repente, sin previo aviso, los recuerdos la abordaron. Su ciudad, su casa, esa que había decorado con demasiada ilusión, creyendo que las cosas cambiarían, que todo mejoraría una vez que se entregara totalmente. Y sin embargo, otros recuerdos, mucho más oscuros, la obligaron a cerrar sus ojos.

La oscuridad, el dolor, el cautiverio en aquella jaula de cristal. La soledad, la impotencia y la falta de esperanza eran sentimientos difíciles de borrar.

-¿Doctora Hernandez?- la voz de un desconocido la devolvió a su realidad.

-Eh... No soy doctora, pero si soy Hernandez. Encantada.- le dijo al sexagenario que llevaba un cabestrillo sosteniendo su brazo izquierdo, mientras le ofrecía su mano en señal de saludo.

-Bueno, entonces, señorita Hernandez, creo que tengo una cita con usted.- le dijo el hombre estrechando su mano con firmeza.

-Sí, está en el lugar correcto. ¿Cómo se lastimó?- le preguntó, mientras tomaba una ficha nueva para completar sus datos.

-Ay, señorita, es que me avergüenza un poco.- le respondió el hombre bajando su mirada al suelo.

Paula sonrió y su mirada empática, esa de la que era una dueña orgullosa, lo alentó a seguir.

-Creame, no hay nada que me sorprenda, es importante conocer el mecanismo de la lesión para así abordarla de la forma correcta.- le explicó mientras retiraba la suspensión, tomando el brazo con delicadeza.

El hombre suspiró y finalmente volvió a hablar.

-Es que mi sobrino es corredor, no puedo darle detalles porque no me dejan, pero es uno muy bueno. - dijo logrando llamar la atención de Paula, que disimuló su curiosidad.

-En fin... Estaba en su práctica y no quería perderme detalle, lo seguía con mi lente, porque soy fotógrafo.- le explicó sin pausa.

-Estaba por llegar a la última curva, esa que es difícil. ¿Conoce algo de carreras?- le preguntó interrumpiendo su relato, mientras Paula continuaba explorando los tendones de su hombro ya despojado de cualquier soporte.

-Sí, algo.- le respondió ella sin querer ahondar en detalles.

Aquel hombre era simpático, hablaba a gran velocidad y sus ojos eran muy expresivos. Quería que continuara, pero no estaba dispuesta a contarle que era una fanática de las carreras, de hecho no solía contar nada de su vida a nadie. Así debía ser, así era más seguro.

-Bueno, pues, estaba por tomar la mejor foto de aquel día cuando ¡paff!- dijo el hombre golpeando sus manos con entusiasmo para darle dramatismo a su caída.

Paula rió involuntariamente y luego se llevó ambas manos a la boca para ocultarlo.

-Le dije que era vergonzante.- le dijo el hombre volviendo a bajar su mirada.

-No, no. No es eso. Pero debo decirle que cuenta usted muy bien las anécdotas, casi me lo imaginé cayendo.- se apresuró a responderle.

-Si, fue todo un espectáculo. Algo lamentable. Intenté levantarme rápido, pero mi brazo estaba quebrado. - le anunció el hombre con algo de amargura en su voz mientras apretaba sus labios y negaba con su cabeza.

-Bueno, no se preocupe, le tengo buenas noticias.- le dijo ella mientras observaba la radiografía de aquel hombro frente a la luz.

-¿Ah sí?- le preguntó el hombre con genuina intriga.

-Sí. Puedo ayudarle. El hueso está listo y si hace lo que le digo estará listo para el inicio de la temporada en Bahrein.- le dijo ella logrando una sonrisa pícara en los labios de aquel hombre.

-Creo que conoce algo más de lo que dice acerca de la Fórmula 1- le dijo con algo de reproche.

-Cuanto menos digas, más querrán saber.- le respondió ella divertida, recordando, con algo de nostalgia, las palabras que su abuela solía decir y al ver que el hombre sonría continuó.

-Pero basta de cháchara que ahora lo quiero ver en acción.- dijo sin perder su enorme sonrisa.

La última vueltaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora