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Carlos no podía dejar de apretar sus dientes, había dado apenas unos diez pasos para salir de aquel hall y los recuerdos del último año le asaltaron. ¿Qué estaba haciendo?, pensó. Conocía a Paula. Su mirada llena de terror y las únicas palabras que había dicho reemplazaron su enojo por temor.
Sintiéndose demasiado tonto regresó sobre sus pasos, pero el hall estaba vacío. Lo recorrió con la vista y se acercó al lugar por el que se había ido el hombre de seguridad. Dio unos pasos y algo en el suelo llamó su atención. Se agachó y tomó el bolso de Paula, contenía un teléfono y todas sus pertenencias. Eso no estaba bien, pensó cada vez con más miedo.
-¿Carlos?- una voz femenina muy similar a la Paula sonó detrás de él. Con su corazón latiendo de prisa giró para encontrarse con dos mujeres algo mayores que él. Iban vestidas de manera informal y al acercarse un inquietante parecido con Paula lo dejó perplejo.
-Disulpanos por venir así, soy Carolina y ella es Laura, somos las hermanas de Paula. Necesitamos verla cuanto antes.- le dijo la que parecía mayor y él abrió grande sus ojos. Llevaba tiempo queriendo conocer a la familia de Paula y de repente todos estaban allí.
Carlos pasó sus manos por su cabello intentando mitigar los nervios, eliminó todo el aire de sus pulmones y por fin habló. Ya no tenía dudas de que algo malo estaba pasando.
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5 años atrás
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El sonido de la puerta le anunció que había llegado. Su tregua se había terminado. Había sido precavida, esta vez la comida estaba lista y caliente, no había ido a comprar nada, ni había hablado por teléfono, vestía su ropa holgada y su cabello claro atado. No había hecho nada mal, se suponía que tendrían una cena tranquila.
Paula se apresuró a abrir la heladera para sacar una lata de cerveza.
-Hola, está lista la cena si queres.- le dijo a Guillermo ofreciéndole aquella bebida fría.
Su marido se dejó caer sobre la silla apoyando su arma reglamentaria sobre la mesa para destapar aquella lata y comenzar a beber.
-¿Qué hay de cenar?- le preguntó bebiendo el líquido con prisa.
-Carne al horno, ya te sirvo si queres.- le preguntó con esa voz temblorosa que llevaba saliendo de sus labios desde hacía tiempo.
Guillermo había sido el primer novio que Paula había tenido, lo conoció cuando tenía apenas 19 años y siendo algo mayor la había conquistado rápidamente. Su familia al principio había sido un poco escéptica de aquella relación, si bien siempre se mostraba cordial, lo encontraban demasiado grande para su pequeña hija, que apenas comenzaba a vivir.
Pero Guillermo se las había ingeniado para ganarse su confianza. Los primeros meses Paula creyó haberse enamorado. Iba a la facultad, vivía con sus padres y solo lo veía durante los fines de semana y aunque a veces tenía actitudes algo violentas, se lo había atribuido a su profesión. Era policía federal, tenía una carrera en ascenso en la que parecía ser muy bueno.
Presa de una confianza absoluta había creído que sus encuentros eran la única forma que existía de intimidad, una en la que ella obedecía y él satisfacía sus deseos para luego quedarse dormido. El primer golpe llegó tan inesperado que llena de temor había creído sus disculpas, ya que incluso había llorado al notar que una marca violácea se había dibujado en aquel inocente rostro.
Entonces un espiral comenzó a tejerse como un laberinto del que Paula ya no lograba escapar. La culpa siempre era de ella, había mirado a alguien, había vestido provocativa o había arruinado la cena. “Cuando vivamos juntos esto no va a pasar”, le repetía cuando toda la violencia bajaba y regresaba ese tono piadoso que incluso acompañaba con regalos costosos.
La vergüenza crecía en su interior obligándola a aislarse cada vez más. Solo sus hermanas conocían la verdad, se las había confesado cuando pasado el primer mes de casados, se vio obligada a abandonar su puesto en el hospital.
Entonces la habían convencido de hacer la denuncia, sin saber que aquello sólo complicaría más las cosas. En la comisaría habían sido recibidas de la peor de las formas, habían insinuado que estaban inventando todo, y cuando insistieron en continuar con la demanda aquel oficial había redactado una denuncia para imprimirla y guardarla de manera alevosa en un cajón que quiso demostrar cerraría con llave.
Paula se sentía perdida, cualquier recuerdo de sus ojos brillantes o su sonrisa contagiosa había desaparecido. Estaba viva, pero parecía no recordarlo. Sus hermanas quería ayudarla, pero ninguna encontraba la forma.
Aquel año que pasó en esa casa, una muy linda con detalles caros de decoración, se convirtió en el mismísimo infierno. Estaba sola y así lo prefería ya que cada vez que él regresaba todo se volvía demasiado doloroso.
Entonces un día creyó no poder contar su historia. Guillermo la había golpeado tan fuerte que había perdido la consciencia. Nunca supo cuánto tiempo estuvo en ese estado. Al despertar llevaba otra ropa y su marido lloraba tomándose la cabeza con desesperación. Ni siquiera la había llevado a un hospital, pensó cuando logró volver a ponerse de pie.
En ese momento tomó una decisión. Ese no podía ser su final, no junto a un hombre como él.
Fue así que comenzó a pensar la forma de escaparse. Junto a sus hermanas consiguieron dinero y lo fueron separando, armaron un pequeño bolso con ropa nueva, compraron unos grandes anteojos y tintura para el cabello. Le pagaron a un desconocido por documentos falsos de Argentina y agradecida de que su pasaporte español estuviera aún en casa de sus padres, desarrolló una especie de plan, arriesgado, pero como única posibilidad de salir de aquel infierno.
Llegó el cumpleaños de su padre, uno de los pocos eventos a los que Guillermo la dejaba asistir. Llegaron juntos y fiel a su habilidad para disimular su verdadera forma de ser, Guillermo se apropió de la reunión con sus anécdotas y risas exageradas.
Promediando el almuerzo, Paula supo que había llegado la hora, no podía decirle a nadie de su familia donde iba, ni siquiera lo sabía ella. Guillermo trabajaba en la policía, podría seguir su rastro, podría amenazar a sus hermanas e incluso torturarlas, lo creía capaz de las más bajas acciones. Por eso no dijo nada.
-Voy a comprar hielo.- anunció saliendo de la casa y comenzó a caminar cada vez con más prisa.
Tomó el primer colectivo en dirección al norte, allí bajó en una estación de servicio y se cambió de ropa. Luego otro en dirección al oeste y allí volvió a detenerse para cambiar el tono de su cabello y comenzar a usar esas gafas, dejando atrás sus lentes de contacto. Así llegó hasta una terminal de ómnibus, pero en lugar de tomar un micro, sólo compró un pasaje. Quería que creyeran que viajaba al sur, cuando en verdad le había pagado a una mujer para que la llevara hacia el norte.
Fueron días de un estrés insostenible, dormía en baños de estaciones de servicio y apenas comía, seguía el mapa hacia el norte, debía cruzar la frontera a Brasil, ese era su objetivo. Había dejado su teléfono en la casa de sus padres, no tenía forma de saber si la buscaban y sin embargo se ocultaba de cualquier tipo de personal de la policía.
Llegó a Misiones tres días más tarde, sucia, agotada, pero cada vez con más deseos de lograrlo. Caminó hasta un pueblo fronterizo, había leído que algunos lugareños se las arreglaban para cruzar por el monte y no lo dudó. Le dio una abundante suma de dinero a un hombre anciano que se encontraba con su mujer. Temía haberse equivocado, muchas cosas podrían haber salido mal y sin embargo no lo hicieron.
Cuando el hombre le anunció que estaba en territorio brasileño todo el agotamiento de los últimos días pareció alcanzarla. Se animó a hospedarse en un modesto motel y allí durmió durante 24 horas seguidas.
No parecía haber noticias de ninguna argentina desaparecida, pero necesitaba alejarse aún más. Llegó al aeropuerto de San Pablo dos días después y cuando por fin logró subir a ese avión con destino a Madrid, se miró al espejo pasando la yema de sus dedos por aquel moretón que se había tornado amarillento y con lágrimas en sus ojos se prometió que nunca más permitiría que algo así le sucediera.
Carlos oía la historia sin poder sacar las manos de su boca, no podía creer todo lo que había pasado su pequeña Paula y no podía perdonarse por haber desconfiado de ella.
La policía había llegado al lugar, los teléfonos no paraban de sonar y la tensión creciente no hacía más que comenzar a volverlo loco.
Necesitaba saber de ella, necesitaba volver a verla, necesitaba que supiera que la amaba tanto que nunca más iba a tener que temer.
Necesitaba, pero con el correr de las horas la desesperación no hacía más que llenarlo de más y más dolor.

La última vueltaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora