Capitulo 19

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El día que llegamos a Colombia era un jueves, para el sábado el Mamo aún no había aparecido en la cabaña, pero papá no estaba preocupado, así que yo traté de no alarmarme y disfrutar el paseo. Me bastaron esos tres días para acostumbrarme a mi nueva rutina: despertábamos a las seis de la mañana, ahí no había cambios; debido al calor que no se detenía, yo me zambullía en la piscina -la cual papi hechizó para que permaneciese limpia sin necesidad de químicos- y volvía a la cabaña cuando papá ya hubiera servido el desayuno. Ah, sí, aprendí que papá sabía cocinar.

Curioso, no era una destreza que se esperaría de un señor tenebroso.

Luego del desayuno y la ducha de papá, nos desplazábamos al mar. Papi me compró unos goggles protectores, lo que me facilitó ver dentro del agua y bucear para traer pequeñas cositas. Incluso vi peces, unos grises y sencillos, debido a que en la mañana solíamos mantenernos alejados de las multitudes y nos quedábamos cerca de la cabaña. Nuestra palidez se fue al olvido, el viernes me quemé debido al sol y papá me colocó un hechizo de bronceado, lo cual distribuyó el tono de piel quemada de manera uniforme, para después desaparecer lo rojizo; quedé de un agradable color moreno. Papá aplicó el mismo hechizo para él, lo que atrajo a más mujeres, si eso era posible.

El almuerzo lo tomábamos de un restaurante cualquiera; fue fácil para mí acostumbrarme a los cocteles de mariscos de media mañana y dulces de leche por la tarde. Siempre que nadase mucho, a papá no le importaba comprarme toda la comida que le pidiese, lo cual no era problema, dado que yo no salía del agua salvo para ir a oír los conjuntos vallenatos; ah, no eran bandas musicales, sino conjuntos vallenatos. Descubrimos el arroz con coco - ¡qué delicia! -, el sancocho -una sopa típica de Colombia que tenía de todo- y la bandeja paisa -exquisita-, pero papá dijo que no la volvería a pedir. Se me subió el colesterol solo de ver esto, me comentó estando él frente al plato.

Las tardes me la pasaba de músico en músico, oyendo el vallenato y comiendo empanadas de carne con ají.

—Hoy harás algo productivo por tu vida —me comentó papá en el desayuno —. Vamos a ir al museo del oro.

—¿Y el Mamo?

—Ah, él nos encuentra. Y si lo hace en el museo, cosa que dudo, puede que ver ese sitio lo motive aún más a darme el agua.

—¿Por qué?

Museo del oro, ¿qué tenía que ver un hombre tan sencillo como el indio que conocimos días atrás con oro?

—El museo del oro lo hay en varias ciudades de Colombia y todos exhiben lo mismo: la cultura india. Sin embargo, los indios no donaron en su mayor parte estos elementos.

—¿Entonces?

—Los muggle robaron su arte, su cultura, muchos de sus ídolos y dioses —papá arrugó la boca con desprecio —. Ahora el gobierno hace con ellos turismo y dejan a los indios sin identidad. En fin —agitó la mano —, abuso.

Para ir al museo del oro requerimos de la aparición. Tuve que volver a colocarme pantalones y camisas decentes, aunque yo era de los pocos, incluso había hombres caminando sin nada más que pantalonetas en las aceras, pero abundaban era en las calles cercanas a la playa, no tanto en ese nuevo lugar. El museo del oro era pequeño en comparación con los de Grecia que yo conocía, pero muy interesante. Estaba repleto de objetos de oro, piedra y cerámica, las paredes mostraban imágenes de la Sierra Nevada y de los distintos grupos indígenas que la habitaban. Descubrí el porqué de la ropa blanca y el sombrero del Mamo: toda su gente vestía así y era en honor a la nieve de la sierra, el sombrero, exclusivo de los arhuacos hombres, o Iku, como se llamaban ellos, era debido a los picos nevados de la sierra.

Fue en este museo que nos encontramos con Mamo. Papá tuvo razón, él nos supo hallar, iba acompañado de una niñita, un pequeño y una niña como de ocho años. Casi como si el Mamo y su familia fuera parte de la exhibición del museo, algunos turistas les tomaron fotografías. Los tres niños iban como en las imágenes, vestidos de blanco, las niñas con delgados collares coloridos y el chico con sus dos mochilas; la niña mayor no usaba calzado y, a la par con su hermana, portaba la mochila terciada de una forma inusual: con la tela que se pasaba por los hombros en la frente, de forma que la mochila le quedaba en la espalda. Ninguna demostró incomodidad o torpeza.

Harry Potter: El hijo de Tom Ryddle - Harry S. RiddleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora