Capitulo 9 - Libro 4

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Harry Riddle.

—¡Vamos! ¡Hazlo!

Tomé aire, el oxígeno me quemó los pulmones. Apreté mis manos en el manubrio de la bicicleta y volví a mirar la caída frente a mí. A lo largo de junio elaboré lo que yo creía que era un plan perfecto con muchas variantes que contrarrestarían cualquier intento de papá por detenerme. Terminé mi elaborado esquema de batalla faltando una semana para el susodicho suceso y fue ahí que me di cuenta que hacía un par de años en los que yo no sostenía un duelo mágico.

Desde que papá se volvió ministro, mi práctica de duelo se eliminó y yo dudaba que agarrarme a los puños con Ron Weasley en la escuela contara. Yo conocía muchos hechizos, claro, elaboraba decenas de pociones de memoria y recientemente aprendí a crear bombas, pero si yo no contaba con la intensidad propia del combate, con esa actitud de lucha, papá me destrozaría. Con ello en mente, le pedí a Barty que repasáramos duelo en una pequeña pelea, para atestiguar qué tan flojo andaba yo.

Mi estado era algo peor que malo. Era horroroso.

Barty me calmó riendo, indiferente de mi preocupación.

—Usted es muy bueno, joven señor. Ha entrenado esto desde niño, pero como nunca ha tenido odio, pues...

—¿Odio?

No comprendí su punto. Papá decía que el ideal era una mente fría.

—Odio no es la palabra adecuada. Usted pelea por deporte, no como si la vida se le fuera en ello, esa es la diferencia, joven señor.

Como si la vida se me fuera en ello... por inercia, acudí a Iovanna.

La muggle me venía demostrando en este mes que su gente no era en absoluto frágil y temerosa, lo que fue mi suposición inicial. Unas dos veces por semana, nosotros nos reuníamos después de la clase de equitación y jugábamos a las carreras -ella en mi escoba, yo sobre su bicicleta rosada- en el claro detrás de la pesebrera de los caballos, perdiéndonos entre los árboles al final del claro, donde cada movimiento erróneo se traducía en una fuerte caída para cualquiera de los dos.

Quise ser caballeroso con Iovanna, ofreciendo mi magia para sanarla de sus cortes y golpes; sin embargo, ella no me concedió jamás el espacio: se levantaba de un tirón y montaba la escoba, continuando con el recorrido.

Sí, ella pensaba igual que yo, que el dolor era agradable. Este se mezclaba homogéneamente con el sudor, la prisa, la adrenalina recorriendo nuestras venas y saturando nuestros sentidos. Así llegaba yo a casa, bañado en sudor, lodo y con una gran sonrisa estampada en el rostro. Papá reía entre dientes al verme y pedía que me sirvieran lasaña, pastas o bistec, siempre comida con mucha carne. No supe el porqué de este gesto, pero me mantuve en silencio y devoré gustoso los platos suponiendo que el asunto era uno de los típicos chistes privados de papá. Y quizás parte del chiste era que cada una de esas noches me esperaba una mujer diferente en mi habitación.

Papá cumplió su promesa y trajo más esclavas al harem: mujeres de piel negra, morena y blanca; mujeres pelirrojas, pelinegras, rubias y castañas; mujeres asiáticas, latinas, hindúes, norteamericanas, africanas, rusas, indígenas. Veinte mujeres, que, sumadas a las chicas ya existentes en el harem, daban veinticuatro «cubos de semen», como las llamaba papá, sin contar a las bebés, a las que yo no les seguía muy bien la pista.

La primera variación a esta rutina se dio el día 28, cuando llegué a la casa del tío de Iovanna a las 8:00 a.m. Ella se sorprendió de verme tan temprano, pero no se negó a salir conmigo a pasear. Ese día dimos vueltas sin sentido, a la mañana siguiente...

—Conozco un gran sitio para ir.

Su «gran sitio» resultó ser un barranco. Para poder llegar al lugar, tuve que pedalear por una gran cuesta, imposible de recorrer a la manera muggle. Ella se reía de mi esfuerzo.

Harry Potter: El hijo de Tom Ryddle - Harry S. RiddleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora