Capítulo 22: La Necesidad del Sufrir

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―... Nuestro gobierno desde el día de hoy se compromete con los pueblos nativos de las ciudades gemelas. Es y será nuestra mayor responsabilidad estar en contacto con las comunidades más necesitadas. Todos somos iguales bajo el manto de la República y prometemos que nadie más volverá a quedarse fuera ―las personas trajeadas y uniformados a su lado aplaudieron con furor ante las palabras del jefe de la Junta de Gobierno, parado frente al renovado templo de Ferrolt entre las colinas de Encarnación. Leryda no podía dejar de mirar perdidamente hacia las columnas de humo que se elevaban hasta el cielo estrellado. Se mantenía firme, no le importaba que los demás aplaudiesen, su mente había decidido concentrarse en su propia melancolía reprimida.

Los creyentes habían encendido velas e inciensos alrededor de la colina donde se levantaba el antiguo templo, un lugar sagrado para las tribus del cañón. Leryda había leído en un panfleto que tenía más de 200 años de antigüedad, quizás si llenase su mente con datos igual de inútiles que sus sentimientos podría seguir adelante.

Clara, siempre cerca de ella, parecía ser quien aplaudía con más alevosía entre la multitud. Pronto se la quitaría de encima cuando el evento acabase.

«Están buscando quien les compre su discurso vacío», fue lo que Marcano le dijo al conocer la primera parada del viaje. El ex Federal se veía cada vez más deteriorado, con comportamientos erráticos encerrado en esa habitación horrible en un lugar desconocido.

La última vez que hablaron se quedó en blanco varias veces, observando la montaña de papeles tras de sí, como si buscase algo que se le hubiese perdido. Si estaba enfermo, ella no sería quien se preocupase por él.

Su charla duró poco y acabó abruptamente, se veía nervioso y temblaba como si tuviese fiebre. Él cortó la videollamada y Leryda quedó sola mirando la pantalla preguntándose qué había ocurrido.

...

Las palabras de los políticos se le fueron en un abrir y cerrar de ojos. Su mente aún seguía en el templo entre las rocas, el aroma del incienso estaba por todas partes, sentía sofocarse con el aroma dulce, una tortura silenciosa que le recordaba la tonta crédula que por tanto tiempo fue.

Su motivación estaba empañada, esas creencias se habían convertido en su verdugo, destrozando hasta el último recuerdo feliz de su vida. Había vivido de una farsa, otra más para su vida de traidora.

Si se hubiese rehusado a entrar a la casa de esa anciana no hubiera intentado hacer nada de lo que hizo y quizás se hubiese ahorrado la incomodidad de saber los secretos de Erlín.

Y seguiría sonriendo al imaginar su rostro.

Era imposible no pensar en ella en ese momento, todos los pieles de hierro con los que se cruzaba le recordaban de alguna forma a su difunta confidente, su rostro, sus rasgos delicados, su cabello, su dialecto, el universo parecía estar burlándose de ella.

Se sentía tan inmadura y estúpida amargandose por amor, un sentimiento tan absurdo teniendo en cuenta todos los problemas que ameritaban su atención. Pero la amargura no se iría sin luchar, sin degradarla aún más.

Pensaba en lo imposible que era que Erlín se hubiese enamorado de ella en tres meses, alimentando de forma masoquista su tristeza, sintiéndose como basura en el proceso.

Quizás solamente era de su tipo, algo similar a lo que tenía en casa, un gusto momentáneo. A lo mejor se sintió atraída por su cargo, su uniforme impoluto y el poder que alguna vez tuvo... pero, al ver y entender el significado del amuleto en su muñeca, su psique hacía silencio.

Era absurdo por lo que Erlín la hacía pasar estando muerta, y ni pensar si estuviera viva. Se la imaginaba mirándola fijamente con ese par de iris cristalinos, utilizando el poder que tenía sobre ella para que se tragara sus mentiras y ella cayendo en sus brazos, una medicina imposible de encontrar pero que tanto quisiera tener.

Olvidada: La Nación Sin NombreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora