Kacitulu XLIII: Rcemosa, Kanela et Sute

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Sol de media tarde, caliente sobre la tierra de los rojos.

Fuego que aleja al mal.

Allí se encontraba aquella mujer que atendió la locura de la por entonces Teniente, terminando de dormir a su bebe.

Mientras cerraba su puerta y se atrincheraba en su vivienda, notó una estela, una línea de humo que se dirigía al oeste. Creyó estar alucinando, hasta que vio otra idéntica en dirección contraria.

Subían veloces y luego tomaban rumbo con un leve estallido.

Sin saber muy bien qué hacer y alimentada de rumores, tomó el teléfono y llamó a su hermana, una oficial de policía en Sacramento que le había avisado temprano esa misma mañana que el caos se estaba abriendo paso lentamente por la tierra roja.

Le rogó que no entrara en pánico y que esperara a que todo pasara. Que la oración y el culto fueran su mejor compañía, para ella y su diminuto retoño.

Su hermana, reacia, no le quiso dar detalles en un principio, pero luego de insistir, le confesó lo que sabía:

Ella y sus compañeros estaban resistiendo los embates de una fuerza desconocida, hombres y mujeres con los ojos nublados y con cadenas de acero atadas al cuello con intenciones de someter a su pueblo nuevamente.

Vestidos de azul, pero con el alma más roja vista en los últimos 30 años.

Los sabuesos del engaño, alimentados con mentiras desde la cuna, portadores de una ignorancia muy nociva.

Unos instantes después llegó la noticia: atacaron Bahía y Cudela.

Se corrió la voz: Hombres, mujeres, jóvenes y ancianos salieron de sus casas. La mujer se reunió con ellos, algo la impulsaba, como la brisa del desierto empujaba a la arena colorada.

Todos hablaban de lo mismo, algo oscuro y subterráneo quería despertar y devorar las almas de miles. Esos rumores pasaron debajo de las mesas por días y días, momentos donde los fieles quisieron dejar de creer tan fervientemente en su culto y seguir con sus vidas. Pero, aquellos susurros provenientes de los templos bajo tierra empujaban con fuerza hasta salir a la superficie, como el vapor ardiente que emerge a través de las cuevas. No obedecía ninguna oración que lo intentara maniatar, andaba suelto por ahí, observando, desde la sombra de las montañas, abajo en el fondo del cañón, oculto, asomando sus garras negras como la obsidiana.

Una vez más veía la luz del sol, luego de años olvidado en la oscuridad sofocante.

Quería desatar su cólera casi centenaria, producto de una de las enfermedades más nocivas: la envidia.

Él no podía crear, solo destruir. Con una calavera en una mano y un puño lleno de arena en la otra.

Poco a poco la dejaría caer sobre la obra de su rival, el niño huérfano, con la ayuda de su nuevo profeta: un ser demacrado por los parásitos de la nostalgia y el poder, que empuñaba un sable dorado bendito, mientras un brazalete maldito le insuflaba fuerzas.

Antes sus esbirros solían verse mejor, de porte elegante, carácter sofisticado, trajes blancos y tronos de oro, con ganas de unir una nación tan desigual, para después moldearla a su gusto. Sin importar sus creencias, siempre acudían a él, al anciano sabio lleno de odio por la vida. Lo curioso es que sus esbirros por lo general terminaban luciendo como él y seguían su mismo destino, la oscuridad y las llamas.

Sin importar cuanto lo disimularan cantando canciones sobre paz y armonía, tarde o temprano debían rendirle cuentas.

El Antiguo exigía su parte como de costumbre.

Olvidada: La Nación Sin NombreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora