Capítulo 45: Reloj de Arena

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—¡Clara! ¿Por qué disparan?, son de los nuestros, ¡son de los nuestros!

La pelirroja refugió a la Ministra escaleras abajo al escuchar las balas siseando hacia su dirección. Tampoco lo entendía, si tuviera radio estuviera gritando por explicaciones.

—Catlyn, dame tu arma, baja lo más rápido que... —la arena se levantó frente a ella, seguido de un pitido infernal en su oído derecho que le hizo posar sus manos sobre la compuerta para cerrarla.

Sus fuerzas no eran suficientes, la explosión tuvo que deformar el hierro, salvándola en el proceso.

Subió la vista hacía las dunas, como si el caos la llamase:

—¡Catlyn, el arma! —exclamó.

No supo cómo explicar el grupo de retroexcavadoras que descendían por la pendiente, el ruido que producían opacaba el de las balas. Cargaban las palas levantadas y dentro de ellas, se escondían personas armadas, como una especie de nido. Bajaron por la colina a toda velocidad, llevándose por el medio a 5 soldados que cayeron por la pendiente arenosa para ser aplastado por las máquinas poco después.

Detrás, un grupo de más de 100 personas, descalzas, muchas sin camisa o con uniformes viejos, bajaban deslizándose poco a poco por la arena.

Arrojaban paquetes con mechas encendidas por doquier, dinamita.

La gente corría hacia sus soldados en una estampida brutal acompañada de gritos de guerra y... ese humo tóxico que le robaba el aliento a Armstrong. Debía respirar por la boca y a bocanadas largas y forzadas.

Un hombre con el pecho descubierto le disparó con una escopeta antigua, un perdigón le rasgó la manga izquierda. Ella lo fulminó de un único disparo en la cabeza, viéndolo caer hacia delante como si quisiera seguir atacándola. Apenas pudo ver a un segundo sujeto que trató de cortarle el brazo de un machetazo. Esquivó, y con una fuerte patada en su pie de apoyo lo tiró al suelo, el hombre intentó dos cortes más antes de que lo ejecutara de dos tiros en el pecho.

―¡Ataquen! ―les ordenó a los soldados que quedaban, de los cuales muchos ya se habían retirado hacia dentro del bunker por entradas secundarias―. ¡Maldición...! ―masculló al ver cómo bajan camiones enormes repletos de gente.

La briza se hizo fuerte a su alrededor, ventiscas que desprendían arena por todos lados, helicópteros, las fuerzas del estado también estaban allí.

Disparó y disparó, emprendiendo su retirada, acertando cada disparo con perfección absoluta, una máquina de matar. Los gusanos en su cerebro chillaban mientras accionaba su arma, apretando el gatillo con cada vez menos fuerza.

Sobrevivir, su objetivo.

Otra explosión, ahora detrás de ella; podía sentir la brisa cálida en su espalda.

Una mujer y un hombre joven trataron de quitarle el arma por sorpresa, el segundo logró tomarla del brazo mientras la primera trataba de arrebatarle el fusil. Intentó patear a la mujer, pero a su ataque le faltó fuerza, sin embargo, la pudo separar lo suficiente para accionar el arma en una ráfaga de 10 u 11 disparos, la mujer de largo cabello oscuro contorsionándose mientras cada disparo la impactaba casi a quemarropa.

El hombre gritó al ver a su compañera muerta, más por rabia que por lamento. Sacó un cuchillo pequeño y ligero y lo clavó en la cintura de la pelirroja. Podía sentir cómo el cuchillo se ajustaba firmemente a su carne.

El rifle cayó al piso, mas eso no le impidió matarlo después de un giro rápido y un disparo certero de la pistola que descansaba junto a su muslo izquierdo.

Olvidada: La Nación Sin NombreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora