Capítulo 31: Bautismo

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Las palabras y los aplausos sonaban como susurros. Parecía estar debajo del agua, en un mar oscuro. La marcha ceremonial sonaba desafinada allí abajo, en su vacío metafórico.

Guiada por la mano maliciosa de su enemiga, aferrada a la suya, llevándola involuntariamente a recibir con brazos abiertos su supuesto destino, ante la mirada de propios y extraños, personas que la tomaban por una supuesta heroína que jamás sería.

Sabía que él, el Demonio del Pasado, no se atrevería a mezclarse entre tanta gente para verla ascender, más uno, sino varios individuos de los que allí se reunían, que vitoreaban mientras avanzaban hacia el escenario, le comentaría con lujo de detalle todo lo que acontecía, desde su caminar torpemente apresurado por su adversaria y su rostro vacío, más parecido al de una estatua.

Ella deseaba que la gente pudiera sentir también su culpa, estaba segura que nadie lo soportaría y enloquecerían, no igual que ella, pues en su psique podrida nadie sería capaz de superar esas cotas de desquicio.

Ascendía escalón por escalón, allí la recibió su amigo. El único que le quedaba, lo más cercano que tuvo por años, quien la vio ascender a teniente con ilusión quasi infantil y ahora la vería completar su mayor logro con la mente hecha nudos.

El viejo General le tomó de la mano y la acercó al centro del escenario, mientras observaba como la opresora pelirroja se sentaba en el lugar que le pertenecía a su perturbada discípula. Detrás de ella estaba el alto mando de la república, en frente, el público que la veía y confundía su debate interno con nervios escénicos.

Ruidos sordos, aplausos.

Alarmas de peligro, vitoreo.

Emergió a la realidad con las palabras de su mentor dirigiéndose a ella, con rostro alegre para los presentes, pero con gran preocupación hacía ella.

El demonio rojo aplaudía y mostraba sus dientes enormes enmarcados en una sonrisa de labios viles, una burla tallada en su rostro.

Su viejo amigo aplanó la hoja con su discurso sobre el atril.

―Leryda ―Ella se sobresaltó―. Hoy das el paso que desde hace mucho tiempo vienes asomando. Desde que entraste por las puertas de la Academia, esa tarde fría de septiembre, se veía la fuerza que tenías sobre tus compañeros, tu alta responsabilidad por proteger, tanto a tu tierra como a los que la habitan. ―eran palabras escritas para ser emotivas, para conmemorar su ascenso con alegría, pero con la monotonía y pesadez con la que su viejo amigo las recitaba, más parecía estar hablando en su velorio. Aclaró su garganta y continuó―. Eres un símbolo, un ídolo para esa gente que arropaste en tu coraje, a veces al frente del combate, a veces cubriéndole las espaldas a los tuyos. Siempre una heroína. Una heroína que representa perfectamente el granate y las seis estrellas, siempre preocupada por la unión más que por el honor propio.

Entre el público, su enemiga escribía en su teléfono.

»―Lo supe cuando nos reencontramos en Sacramento, bajo el sol infernal en una situación mucho más desfavorable. Sacrificaste todo lo que alguna vez conociste por seguir la causa liberadora, tus manos fueron unas de las muchas que rompieron las cadenas de la opresión federal, dándole la oportunidad a muchos de volver a soñar. Es por eso que hoy, que exaltamos la labor de los guerreros de la República, te damos el máximo reconocimiento a ti.

Se bajó del atril, una mujer le acercó un pequeño cofre dorado y le acercó un sable idéntico al que ella vio en el Palacio, el brillo daba de lleno sobre su rostro.

Del cofre sacó la placa, la colocó con las demás en su pecho. Dos mujeres le pusieron la capa de su traje y ella involuntariamente alzó la cabeza hacia el público.

Olvidada: La Nación Sin NombreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora