Continuaba su rutina.
Despertar, sentirse empapada con su propio sudor, rebuscar entre las sombras y abrazarse a sí misma. A veces gritaba, pero esa tarde no lo hizo.
Pesadillas.
No entendía porque lo seguía intentando, si dormir para ella no era más que una pérdida de tiempo con toques masoquistas; nunca descansaba solo sufría dentro de sus propios mundos oníricos.
El sueño de esa tarde había sido como muchos otros: en él, Erlín dibujaba con tizas sobre la pared de una cueva a la luz de las velas. Ella le pedía en su tono infantil que se sentara, que estaba haciendo un hermoso dibujo para ella. Verla en sus sueños, con la cara destrozada era algo común, poco a poco se hacía más difícil recordarla con el rostro intacto. El dibujo era amorfo, rayones de tiza azul por aquí, zigzags en amarillo por allá, y, al final, líneas en un color rojo muy oscuro que discurrían en pequeñas gotas que alcanzaban el suelo. Se volteó para preguntarle qué le parecía, allí Leryda se dio cuenta que dibujaba con la sangre que brotaba de su cuerpo a borbotones.
Encendió la lámpara junto a su cama. Tenía esa extraña sensación de no saber cuánto durmió, pues se dejó caer sobre las sábanas llegando de sus pesados entrenamientos a eso de las 3 de la tarde y al levantarse todo era oscuridad a su alrededor.
Se levantó con dificultad y caminó hasta el balcón a metros de su cama; cada músculo de su cuerpo parecía gritarle en protesta, sus piernas temblaban con cada paso. Se maldecía a sí misma, se merecía todo ese dolor, ella se lo buscó.
Sus entrenamientos la estaban matando, pero era mejor que pasar 5 años entre rejas por desertar como una cobarde. La Junta de Gobierno le indultó con la excusa de que no estaba en sus cabales al momento de huir —cosa que era cierta— y para ser llamada Teniente —título que aborrecía— debía pasar pruebas físicas y mentales, a fin de determinar qué tan demente y descuidada estaba.
Pensaba en todo eso mientras observaba la vista frente a ella apoyada en la barandilla. Los apartamentos a un lado y un parque donde la gente salía a juntarse por las noches. Más allá, la autopista que llevaba hasta el centro de la ciudad. Detrás, otros apartamentos casi idénticos y montañas, murallas naturales que protegían al valle capital.
Ella escogió ese departamento porque le agradaba la vista, pero ya no tanto, todo parecía otra realidad.
Tocaron la puerta de su apartamento. Volteó al instante, aún conservaba los buenos reflejos. Notó que el tocar era paciente e intermitente, quien fuese no pensaba desistir pronto. Atravesó la sala maldiciendo cada paso y abrió la puerta con desgano, ni siquiera se dignó a ver a través del ojo de pez.
―General Grass ―expresó con voz apenas escuchable y sin mirarlo al rostro―. ¿Qué hace aquí?
El viejo general dio unos pasos dentro de la vivienda, extrañado por la oscuridad en el departamento, eran las 8:00 de la noche. Ella lo invitó a sentarse, pese a tener ganas de huir de lo que pudiese resultar de ese reencuentro.
―Llevaba una semana buscándote, los desgraciados del ministerio no me querían decir dónde estabas. ¿Cómo te va? ¿Adaptándote?
―Estoy bien, señor. ―El general se sentó lentamente en el sofá mientras suspiraba de alivio; Leryda se sentó frente a él, sobre una mesa en el centro de la sala. Había pasado mucho tiempo, pero todavía la miraba del mismo modo, de esa forma paternalista que le hacía querer esconder sus facciones demacradas y su cuerpo deshecho, para que no sintiera tristeza por ella. Se cruzó de brazos, seguía sin poder mirarlo a los ojos.
―Miéntete a ti misma, a mí no. La gente sana no huye porque sí. ―Poco le hizo falta para darse cuenta de todo, él ya la tenía medida al milímetro.
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Olvidada: La Nación Sin Nombre
Ficción GeneralEn una Nación sin nombre, cualquiera puede ser un héroe. La Teniente, una heroína de guerra perdida en la historia y olvidada por la mayoría se hallará entre la espada y la pared para defender a la jóven República de quienes la gobernaron con mano d...