Capítulo 34: El Clamor de los Desgraciados

9 5 3
                                    

Moraes no podía creerlo, no podía creer lo que decían esas dos señoras en las noticias. «¿Impresentable? ¿Sucio? ¡Eso serán ellas!, viejas chismosas que viven de la desgracia ajena», injurió en su mente.

Mientras estaba recostado en shorts sobre esa cama incómoda y húmeda del único motel donde lo dejaron quedarse durante la noche, pensaba si todo ese espectáculo de hacerse el detective había servido de algo. Por ahora solo le había traído infamia y un posible despido en las próximas horas.

Llevaba desde la noche anterior intentando contactar a la Ministra Seamann desde el viejo teléfono de la habitación, un aparato de plástico descolorido y de aspecto sucio que era su único aliado en ese momento, pues no le quedaba mucho más. Conservaba su teléfono destrozado en el bolsillo trasero de su pantalón, que ahora se encontraba tirado en el suelo como el resto de su reputación.

También tenía el teléfono del difunto General, mas no quería ni tocarlo. No porque creyera en supersticiones, sino porque era horrible, la pantalla táctil ya se estaba poniendo amarillenta y la batería se agotaba demasiado rápido como para lograr hacer algo.

Muy tarde en la noche había logrado comunicarse con su jefa y nunca pensó que oír su voz de alcohólica lo fuese a calmar, eran esa clase de cosas que solo pasaban una vez en la vida.

Aunque su calma no duró mucho, solo necesitó identificarse para que la señora Ministra lo dejase hablando solo.

Siempre solía insultarla mentalmente, pero esa vez llenó la habitación de las palabras más inmundas que jamás le dijo. Nunca se lo diría personalmente, era solo para liberar presión.

Las ideas se le agotaban, pasó toda la noche en vela y se sentía atrapado en una pesadilla interminable. Tampoco había comido nada en casi un día, la humedad de las paredes y el olor a musgo de la ducha le cortaron el apetito.

La culpa también tenía mucho que ver en cómo se sentía. Quizás por eso a Leryda no le gustaba comer, la culpa y la traición le hacía un nudo en el estómago.

Tomó el teléfono otra vez y marcó la línea privada de Seamann.

Solo pitidos en la línea, igual que sus otros intentos.

Colgó violentamente, queriendo romper cuanto hubiese en aquella horrible habitación.

El altruismo y el positivismo en su personalidad pasaba por tiempos de hambre, solo quería hacer daño a los que lo metieron en ese hoyo y abofetear a quienes le dieron la espalda. Era horrible pensar así, pero, viendo como el camino se estrechaba y difuminaba, poco podía hacer para dejar de maquinar de ese modo.

«Piensa, oficial. Piensa, porque si no pasarás toda tu vida en un lugar así», repetía mentalmente, queriendo echarse porras.

—¡Maldición! —se sobresaltó de forma ridícula, el teléfono del General empezó a sonar.

No le sorprendía, el viejo tenía más de 5 alarmas programadas en esa cosa, tomaba tantas pastillas, ¡casi 10 al día!. Quizás si se empezaba a cuidar no corriera con la misma suerte.

Aunque a lo mejor ya estaba condenado a morir igual que Grass, a fuerza de pistola por andar metiendo las narices donde no debía. Luego, tendría un funeral sin gente, o quizás su esposa asistiera solamente a ver el tumulto de tierra que cubriría su ataúd, para estar segura de que no volvería.

No la había llamado, pero ganas no le faltaban. Solamente la humillación lo frenaba y con justa razón.

—¡Al diablo! —exclamó, viendo que el teléfono destartalado no se callaba. «¡Nadie necesita esas pastillas para la tensión!», pensó, como si el aparato pudiese entender la situación.

Olvidada: La Nación Sin NombreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora