Capítulo 12: Zombie

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Leryda subió las escaleras del hospital general de Sacramento, el cual se mantenía en pie por mera suerte. Cada escalón le repetía la misma pregunta: «¿Estás lista?» No, no lo estaba, jamás lo estaría; sabía lo que se encontraría en la habitación 58, 3er piso, lo que diría o haría era una incógnita.

Le pidió a una enfermera que conoció en las trincheras que le avisase cuando la familia de Erlín se marchase, no quería toparse con esas personas, no quería que le agradecieran o que le reprocharan sus actos.

El suelo estaba sucio, la luz iba y venía por momentos y apenas se podía caminar por los pasillos con la cantidad de heridos que el ataque había dejado. Ese ataque a traición que la Federación les había dado en su intento de erradicarlos mientras ellos celebraban su supuesta vitoria había matado la esperanza puesta en el fin de la guerra.

Intentaba no enfocar su vista sobre los cuerpos mutilados a su alrededor, que se quejaban y gemían de dolor, algunos en camillas, pero la mayoría recostados sobre sabanas y toallas tiradas en el piso.

Lo mismo pasaba dentro de esa habitación. Mientras las bisagras de la puerta rechinaban, se dio cuenta que no tendría tanta privacidad como esperaba, había otros 10 heridos allí. El olor a hierro era nauseabundo, la sangre manchaba cada baldosa del piso.

La camilla de Erlín estaba tapada por cortinas azules, quizás una petición de ella misma o de sus familiares.

―¿Erlín? ―preguntó mientras se asomaba por una cortina. Fue recibida por un severo: «No me veas, por favor».

―No quiero que me veas... No de esta manera.

Leryda no obedeció y abrió las cortinas que las separaban. Su voz temblorosa le destrozó el alma. ¿Cómo era posible que un espíritu tan alegre haya sido reducido a eso?, se preguntaba.

Tanta alegría, demasiada para una sola persona, ahora se había esfumado.

Un paño húmedo le cubría el lado de la cara que había caído en el agua ardiente y habían tratado de limpiar tanto como pudieron las heridas en su mejilla y frente que estaban al descubierto.

―Leryda... Yo... Todo duele, no sé cuánto dure aquí...

Leryda notaba cómo resistía las ganas de llorar.

―No digas eso, Erlín. Yo te cuidaré si hace falta, no me importa, haré lo que sea...

―Acércate... ―Las lágrimas empezaron a brotar y su voz reflejaba el dolor que sentía―. Te mereces alguien a tu nivel, alguien fuerte como tú... Alguien que sirva para algo...

―Solo te quiero a ti, me enseñaste tanto y... ―Se mordió el interior de sus mejillas, apretando sus dientes con fuerza para evitar llorar―. No voy a dejarte aquí, te cuidaré todo el tiempo que necesites para que te recuperes ―Su mano se aferraba al borde de la camilla. La mano de Erlín se posó sobre la de ella, débil y temblorosa, sentía el frío de su piel como el anuncio de su despedida.

―Aún te veo y me intimidas... Creo que cuando esté con Fei-rrult, también me intimidara tu presencia ―La observaba con su rostro destrozado, dibujando en él una sonrisa con sus labios llenos de moretones―. Estando contigo se me olvidaba que podía morir en cualquier momento.

A Leryda no le impresionaba el rostro desecho frente a ella ―y con el cual soñaría cada noche que conciliara el sueño―, ni su cuerpo lleno de vendajes manchados de rojo oscuro, sino por como poco a poco su llama interna se iba apagando, como su voz intentaba sonar animada y esperanzadora, pero fracasaba al sonar forzada y quebradiza.

―Dime... ¿De verdad me sigues queriendo? ―Leryda solo la abrazó con delicadeza en respuesta mientras lloraba como nunca lo hizo en su vida. ¿Cómo no la iba a querer? Si ella misma fue la que le enseñó lo que eso significaba, si le dio todo el cariño que nunca había tenido, el que pensó que jamás tendría y que ahora pendía de un hilo tan débil como es la vida misma.

Olvidada: La Nación Sin NombreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora