Capítulo 23: Sueños Febriles

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El frío pasaría. El malestar se detendría. Pero él no permitía que se fuera.

Marcano, sobre su mar de páginas, se cubría con una manta con la que llevaba más de una semana.

Decidió enfrentarse sin ayuda a la fiebre que lo azotaba día y noche, sin importar que sus sudores fríos mojaran el papel mientras escribía artículo por artículo la nueva constitución. Era una pasión sin freno, una adicción que le quitaba el hambre y el sueño, solo le daban ganas de escribir mientras fantaseaba con el día en que todos sus planes se materializaran, junto a las únicas personas vivas que le importaban y el resto que lo observaban desde el más allá.

Leryda... sentía que día a día lograba doblegar un poco más su voluntad. Convencerla sería difícil, pero estaba seguro que la dejadez y la insolencia de los perros de la junta le harían entender que su lealtad todavía se encontraba con ellos, con sus compañeros con los que hablaba en tantos sueños febriles. Sentía que querían comunicarse con él, decirle lo bien que lo hacía, motivándolo a seguir.

Morir no era una opción.

Morir físicamente ahora no era una opción. Todavía no lo apreciaban como deberían, aún no era la eminencia en la que prometió convertirse. Una vez que se convirtiera en eso, su grandeza hablaría por sí sola, hablaría el idioma que la gente de a pie habla, el idioma que controla y envenena. Allí su legado no moriría, aunque estuviese enterrado a 3 metros bajo tierra o el mar lo despedazara hasta convertirse en la nada misma.

Clara... dulce Clara, su logro más grande, algún día le removería ese horrible apellido sin amor y le pondría el suyo, sabía que ella haría lo que hiciese falta por dejar atrás su pasado lleno de dolor y convertirse en la perfecta heredera de su movimiento, el fuego que encendería en el corazón de propios y extraños, la que inspiraría las generaciones que vinieran después, y crearía el nuevo pensamiento. El correcto pensamiento. La única forma de pensar.

«Esien... debes levantarte, tienes una nación que gobernar. Un pueblo indeciso que te abandonó y ahora clama por tu perdón, imploran tu guía y pide la expiación de sus desaciertos, producto de su putrefacta ignorancia».

«Reclama esta tierra, tu tierra, tu responsabilidad, la herencia federal que se te negó. Olvida la enfermedad y el dolor, el día se acerca...»

Marcano, luego de meses encerrado en esa habitación, salió al exterior para la sorpresa de los guardias que cuidaban la casa de seguridad en el corazón del mercado de las pulgas de Cudela. Todo su cuerpo temblaba, cada articulación de sus piernas gritaba de agonía y su sudor hacía arder sus ojos enrojecidos.

Aún enrollado con las sabanas, bajó las escaleras ante la mirada atónita de sus soldados, los cuales se sorprendían y de inmediato se ponían firmes y le mostraban respeto. Todos lo miraban extrañados mientras observaba a través de las rejas ornamentadas con flores de la entrada.

Dejó caer las sabanas a la vez que el resplandor del sol se posaba sobre él, iluminando su torso cóncavo y desnutrido de costillas marcadas, una imagen casi mesiánica o surreal para las Brujas que allí se encontraban.

«Esta vida no es para todo el mundo», en aquel punto, ese era su dogma personal, su frase más celebre.

Enfrente, la multitud colmaba las calles. Ya no estaba la mujer que colgaba la bandera, ni siquiera el puesto existía. El trabajo ya estaba muy avanzado en Cudela.

Vio pasar al gobernador saludando a todos lados, rodeado de una marea de personas. Sus hombres protegían al político al que, si su lealtad se mantenía firme, nunca le haría falta tener guardaespaldas. Pasaban desapercibidos entre el gentío, personas normales que defendían el ideal federal, vestidos como civiles, armados, inteligentes, preparados para lo que fuese.

Detrás pasaron los ministros, sintiendo el calor del pueblo al que supuestamente representaban, saliendo de su zona de confort arriba en la capital, dándose cuenta de lo ignorantes que eran allá sobre su trono de marfil entre las montañas, aprendiendo que más allá de aquellas cordilleras existía gente a la que día tras día les fallaban y que pronto les retribuirían el olvido perpetuo al que se les sometió.

Catlyn, era la única sensata, era lógico que alguien tan preparada eligiese el camino correcto.

Al final, iba Leryda seguida de cerca por Clara, su querida aprendiz, más firme que nunca. Deseaba pronto poder abrazarla y resolver todo el malentendido, ayudarla a entender por qué, de vez en cuando, tenía que ser severo con ella para que su rumbo no se desviara.

Las cosas marchaban bien, por ese mercado sobrepoblado de calles angostas ya no se escuchaba el himno. La gente había aprendido. La fuerza estaba justificada. Y ahora necesitaba más fuerza que nunca.

Olvidada: La Nación Sin NombreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora