Capítulo 4: Luz y Oscuridad

21 9 10
                                    

La Capitana Armstrong sacó una foto de su bolsillo: era un rostro calcado al de ella, al punto que Leryda pensó que se trataba de la propia capitana en su juventud.

―Ella es Clara, mi única hija. ―Su cabello recogido en una coleta de color cobre―. Va ser muy buena, de las mejores en su secundaria, hace un par de años entró a la universidad... Creo que quería estudiar medicina.

Benett asintió, tímida y sin saber muy bien que decir.

Con la barbilla sobre sus rodillas y soportando el frío de la media noche en las trincheras, preguntó:

―¿Y su padre? —Se sintió desubicada.

Después de una carcajada que despertó a más de un soldado, Armstrong dijo:

―Hay hombres que no les gustan las mujeres como nosotras, Teniente. Y Clara creció con mi carácter. ―Empezó a mirar las estrellas mientras cruzaba sus brazos gruesos llenos de pecas, quizás por el frío, quizás abrazándose a sí misma―. El la conoce, pero dudo que ella lo recuerde, nunca vivimos con él.

El oxígeno parecía escasear, los ánimos habían cambiado.

―¿Pasabas mucho tiempo con ella?

―Siempre que pudiera, pero es difícil... era difícil, ahora es imposible. Espero que me recuerde siempre. ― Leryda esperaba unas lágrimas que nunca llegaron―. ¿Y tú, Benett? ¿Qué sabes de tu familia?

Ella no recordaba a sus padres, llegaba a pensar que era adoptada. Solamente a su tío, el que en vida fue el dueño de ese decrépito rancho que ahora habitaba y que dormía en la hamaca donde ahora pasaba el día entero. Era pescador y sus conocimientos se los había trasmitido a ella.

Como jamás tendría un sobrino varón, ni hijos por su edad, decidió que una sobrina poco femenina sería la mejor opción de conservar su oficio. Descamar, abrir al medio, retirar órganos, cortar agallas, repetir. Dependía si sus compradores lo querían entero o en ruedas separadas. Era una niña cuando empezó, así que aprendió rápido. Lo que no superaba era el azul oscuro de la costa Bahiana, como estar sobre la boca de un pez enorme que espera su comida.

―Están bien ―contestó Leryda.

―No suenas muy convencida, pero te creeré. ―Eso esperaba.

―Señora Capitana, esta soldado la está buscando ―Ingelhart se asomó de una de las tantas cuevas, solo lograron identificar su voz, más no lograron verlo en medio de tanta oscuridad.

De las tinieblas subterráneas surgieron dos ojos azules, Leryda se preguntaba cómo eran capaces de brillar tanto, como si reflejasen las estrellas del cielo.

―Soldado... ¿Cómo es que se dice el apellido, Leryda?

―Solo Erlín, mi señora, pasaríamos largo rato para que aprendieran a decir mi apellido como se debe, así que solo Erlín —Ella tenía una forma tan extraña de hablar, pronunciando mal las palabras o acentuándolas donde no tocaba.

Pero a Benett no le molestaba e inclusive lo recordaba con ternura.

―¿Qué la trae por aquí? Debería estar durmiendo o haciendo cualquier otra, no estamos aquí arriba por diversión, soldado ―preguntó la Capitana mientras Leryda abandonaba su postura retraída y fría y luciendo más cómoda.

―A veces no puedo dormir. Prefiero caminar por la noche y ver las estrellas, ¿la ha visto alguna vez, mi señora? —Subió la vista para observar el firmamento con una sonrisa de oreja a oreja en el rostro. Leryda la miró y las comisuras de sus labios empezaron a subir, Armstrong no tardó en notarlo.

―Pues... eres bienvenida. ―La capitana se acercó más a Leryda y le dijo al oído―. Ni creas que me separaré de ustedes dos, deben concentrarse, no estamos aquí para socializar.

Olvidada: La Nación Sin NombreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora