Capítulo 32

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Plan entró en la casa y cerró la puerta de golpe. Como siempre, fue recibido por las fotos. Docenas y docenas de fotografías que llenaban el salón. De Tin a solas, de Tin con él, de Tin con el abuelo, de Tin con Kasem. Y todas lo miraban fijamente, burlándose de él. Se acercó a la repisa de la chimenea y levantó un marco con tres fotos. Sonrió. Era su foto de bodas. Qué joven había sido. Qué tonto. Deslizó la yema del dedo por la firme mandíbula de Tin. Ahora ya no era tan suave, era más angulosa, más afilada.

Se había pasado toda la mañana delante del ordenador investigando qué tipo de daño podría haber ocasionado aquello. La causa más probable era que le hubieran roto los huesos y que estos no hubieran curado bien.

Cerró los ojos y tragó saliva. La recuperación debía de haber sido casi tan dolorosa como el daño en sí mismo. Mean no tenía el labio inferior tan lleno como antes, y había una fina red de cicatrices apenas perceptible al lado de su boca.

—Te amo —susurró apoyando la frente en el marco de la foto del hombre con el que se había casado—. Te amo, Mean. —Porque ahora era Mean y él lo sabía. Tin todavía vivía dentro de él, pero Plan tenía la sensación de que Mean era el hombre que Tin siempre le había ocultado.

Dejó la foto en su sitio antes de dirigirse lentamente a las escaleras para darse una ducha. Les había prometido a Sienna y a Gun que se encontrarían más tarde en un local del pueblo. Uno de los pocos sitios que Sun consideraba seguros para su esposa.

Sacudiendo la cabeza, pensó que Sun era tan protector con Sienna como Tin lo había sido con él durante su matrimonio.

Aún quedaban varias horas antes de reunirse con sus amigos.

Plan entró en el dormitorio y miró fijamente la cama. Quitó las mantas y luego las sábanas. Las fundas de las almohadas todavía olían a Mean.

Cambió la cama y bajó las sábanas a la lavadora. Añadió el detergente y el suavizante y después se acercó al sótano, cogió una de las botellas más caras de vino y la llevó arriba. Demonios, Mean no lo necesitaba. No iba a quedarse allí, y estaba condenadamente seguro de que no iba a volver a recoger sus cosas.

Limpió la casa mientras se tomaba el vino. Quitó el polvo y fregó. Quería arrancar el olor de Mean de la casa. Cogió el edredón y las sábanas de la habitación de invitados y las llevó a su cama. Definitivamente, aquéllas no olían a Mean.

Subió el volumen de la música. Godsmack, Nine Inch Nails. Grupos de rock duro que Mean siempre había odiado. Nunca había escuchado esa música cuando él estaba en casa. Se terminó el vino y dejó que la sensación de bienestar que le provocaba lo inundara.

Se dio una ducha y se hidrató la piel. Se peinó y vistió como no había hecho desde que se quedó solo.

Cogió una pulsera de tobillo que Tin le había comprado cuando salían juntos y se la puso. Esbozó una pequeña mueca burlona mientras se abrochaba una cadena de plata que él le había comprado poco antes de «morirse».

—Menudo bastardo —masculló—. Así que nada de compromisos, ¿verdad? Que se vaya al infierno.

Ni siquiera le había pedido que le confesara la verdad. Sólo le había preguntado si pensaba quedarse. No era para tanto. No era una pregunta inadecuada y, desde luego, no lo estaba presionando. Era su marido.

Miró la alianza de oro que se había quitado unos meses antes. Tuvo que parpadear para contener las lágrimas cuando la cogió. En el interior estaban grabadas las palabras «go síoraí». Las palabras que en gaélico significaban «para siempre». Eso era lo que realmente le había pedido. Su promesa de permanecer para siempre con él.

La cara oculta del deseoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora