Capítulo 35

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—¿A quién estás persiguiendo, Mean?

Plan le hizo la pregunta que él esperaba que no le hiciera.

—Lo que importa es que tú estés seguro. —Le deslizó los labios suavemente por la barbilla—. Y yo me aseguraré de ello.

—El conocimiento es poder. —Plan inclinó la cabeza a un lado, permitiendo que los labios y la lengua de Mean le acariciaran un punto especialmente sensible en la base del cuello.

—No en este caso. —Mean le mordisqueó el cuello—. En este caso, para ti, el desconocimiento es tu mejor arma. Y prefiero que siga siendo así, Plan.

Lo sintió relajarse entonces, como si él le hubiera dado algo que Plan necesitaba. ¿Qué había podido darle además de la seguridad de que lo protegería, de que lo quería a salvo?

Dios sabía que lo quería a salvo. Podría vivir sin sexo. Podría vivir sin que Plan formara parte de su vida. Pero no podría vivir si a él le ocurría algo. Su corazón dejaría de latir. Cualquier vestigio de vida abandonaría su cuerpo.

Lo había sabido desde antes de casarse con Plan. La noche que había comprendido que su corazón pertenecía a aquel hombre menudo, Tin había sabido que renunciaría al estilo de vida despreocupado que había disfrutado durante tanto tiempo y que se casaría con él.

Y ahora, dejarlo otra vez le desgarraba el alma.

Lo partía en tantos pedazos que estaba seguro que no quedaría nada del hombre que era esa noche.

—He echado de menos dormir contigo. —Mean le quitó la cazadora y la dejó a un lado antes de acariciarle los hombros desnudos y los brazos.

—Esto no resuelve nada —musitó Plan con voz débil, llena de dolor y deseo.

Ese rastro de pesar en su voz rasgó el corazón de Mean. Algo se quebró en su pecho y tuvo que enterrar la cara en el cuello de Plan para tratar de contener el devastador dolor que le invadía.

Pero no podía dejar de tocarlo. No podía evitar estrecharlo entre sus brazos. Era como una adicción, un deseo que no podía controlar. Necesitaba aquello, necesitaba a Plan. Cuando llegara la hora de marcharse, quería llevarse consigo tantos recuerdos como fuera posible. Los suficientes para ayudarle a sobrevivir a la pérdida, a las noches solitarias que sabía que le esperaban.

—Te mereces mucho más —murmuró Mean, desrizándole las manos bajo la blusa y acariciándole los pezones—. Un hombre completo. Eso es lo que mereces, Rathavit. Y yo ya no lo soy. Hace mucho tiempo que dejé de serlo.

Plan contuvo el aliento y él supo que fue un sollozo lo que hizo que se estremeciera de pies a cabeza.

 —Mi brujo. —Hizo que Plan se diese la vuelta, le colocó las piernas sobre sus muslos y lo acunó entre sus brazos—. No voy a mentirte. No puedo hacerlo. No voy a decirte que voy a quedarme ni que vamos a hacer realidad nuestros sueños. —Le enjugó las lágrimas—. No podemos hacernos eso. No soy tu marido, Plan. Y los dos sabemos que nadie más va a ocupar el lugar que él tenía en tu corazón.

Lo presionaba, tenía que presionarle. Plan tenía que comprender lo que podía ocurrir. Tenía que afrontarlo.

Los ojos Plan llamearon y Mean le agarró la mano que iba directa a su cara. Le miró y vio que la cólera inundaba el rostro de Plan.

—Rathavit, ¿has intentado darme una bofetada? —le preguntó arrastrando las palabras.

Había sido una de las normas de su matrimonio. Plan podía arrojarle lo que quisiera a la cara, podía gritarle, maldecirle, llamarle sucio hijo de perra, pero no podía intentar golpearle. Ni sorprenderle. Ni correr hacia él, ni intentar asustarle.

La cara oculta del deseoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora