Capítulo 34

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—Vamos, Plan. Baila conmigo. —Tar Atiarnon, uno de los vaqueros del rancho Medthanan, se acercó a él cuando la música cogió ritmo de nuevo—. No puedes pasarte toda la noche aquí sentado sin hacer nada.

Los ojos castaños del hombre brillaban de diversión. Tenía el cabello rubio humedecido y le caía sobre la frente.

—Está bien, pero sólo un baile. —Plan cogió la cerveza y tomó un trago largo, luego se puso en pie y permitió que Tar lo tomara de la mano para guiarlo a la pista de baile.

Hacía años que Plan no bailaba, pero enseguida recordó cómo se hacía. Al cabo de unos minutos, estaba riéndose y contoneándose. Tar era un buen bailarín. Uno muy divertido. No le ponía la mano por debajo de la cintura y se reía cuando Plan perdía el ritmo, sosteniéndolo hasta que recuperaba el compás.

Terminó la canción y bailaron otra, y luego otra más. Plan dejó que su mente regresara al pasado, recordando las noches que Tin y él habían pasado bailando cuando salían con otras parejas. Había sido divertido. Era algo que, por una razón u otra, no habían vuelto a hacer desde que se casaron.

Al fin, con las piernas débiles y la boca seca, rechazó con la mano el siguiente baile y se dirigió a la mesa. Vio un movimiento por el rabillo del ojo y se giró en aquella dirección.

Se había abierto un pasillo hacia la puerta y Mean Phiravich lo recorría como si fuera un depredador. Llevaba zahones sobre los vaqueros. Botas de motorista y una cazadora de cuero sobre una camiseta negra. Sus ojos ardían como llamas del infierno y su pelo negro estaba despeinado por el viento. Como si el viento adorara su pelo cuando iba en la moto. Como si unos dedos invisibles lo hubieran peinado para revelar la ferocidad de los huesos y ángulos que conformaban su rostro.

Y venía derecho hacia él.

La música se transformó en ese momento en una melodía lenta y sensual que calentó la pista de baile, y Plan sintió que su respiración se volvía más áspera y profunda.

Dos días. Llevaba dos días sin Mean. Y había sido un infierno. ¿Qué iba a hacer cuando se marchara definitivamente?

Se acercó a Plan con aquel aire peligroso que le secaba la boca y le disparaba el pulso, y, antes de que se diera cuenta de su intención, lo rodeó con los brazos y le guio entre la multitud.

Era como hacer el amor. Como sexo lento y prolongado.

Mean lo agarró por las caderas y Plan presionó las manos contra el fuerte torso masculino, curvando los dedos sobre la camiseta mientras se movían al compás de la música.

—¿Te diviertes? — Mean tenía los ojos llenos de furia y la voz más ronca y oscura de lo habitual.

—Por supuesto. —Plan deslizó las manos por el pecho de Mean hasta sus hombros, acercándose más y permitiéndose sentirle.

Oh Dios, ¿qué iba a hacer sin él otra ve? ¿Cómo se suponía que debía seguir viviendo cuando se marchara?

Estaba casado. No era viudo ni estaba divorciado. Estaba casado y todavía amaba a su marido, incluso si el amor que Mean sentía por él hubiera muerto.

Dejó caer la cabeza contra el pecho de Mean y cerró los ojos. Viviría con los recuerdos, se dijo a sí mismo. Tendría algo a lo que aferrarse cuando él se hubiera ido. Mean lo estrechó con fuerza contra sí hasta que Plan sintió en sus piernas desnudas los zahones de piel que le recordaban a los asientos de cuero del todoterreno y el olor a sexo que impregnaba ahora el vehículo.

Plan sentía cómo la llama de deseo que ardía en su vientre empezaba a consumirle, cómo su miembro se endurecía. Su piel se volvió dolorosamente sensible, y cuando Mean deslizó las manos bajo el dobladillo de la camisa y le rozó la piel desnuda de la espalda, contuvo el aliento.

La cara oculta del deseoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora