Isla Quesadilla

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Roier

—No te vayas, Pablito —dijo Aldo, mientras me tomaba por los hombros y simulaba llorar dramáticamente, alzando la voz para llamar la atención de los demás.

—Seguro se va a hacer rico y se va a olvidar de los pobres —comentó Rivers, con un tono burlón, levantando las cejas mientras hablaba.

Luego, como si hubiera recordado algo importante, se volvió rápidamente hacia una caja que tenía a su lado y la levantó.

—Por cierto, se me olvidaba —dijo Rivers, cargando la caja y extendiéndola hacia mí—. Llévale esto a Mariana. Lleva días quejándose de que no tiene nada para botanear. No sé cómo el tal Fushi la aguanta.

Rivers negó con la cabeza, sonriendo con ironía, y yo no pude evitar reírme. Jaiden, que había estado mirando en silencio, levantó una ceja con curiosidad.

—¿Oh, ya terminó Mariana con Foolish? —preguntó Jaiden, sorprendida.

—No, Jaiden —respondí yo, quitándole la caja de las manos a Rivers con una sonrisa divertida—, pero a esta enana se le olvidan las cosas.

Nos encontrábamos en la estación de tren desde hacía más de media hora. Habíamos pedido un desayuno para matar el tiempo, y mientras comíamos, las risas no cesaban, sobre todo por las reacciones exageradas de Jaiden. Le habíamos dado a probar chilaquiles, y aunque ella era valiente, no estaba preparada para el nivel de picante.

—I don't know how you eat this —jadeó, bebiendo grandes sorbos de agua mientras su rostro enrojecía. Cada bocado parecía ser un reto para ella.

—Somos las eminencias del picante —dije yo, comiendo mis chilaquiles tranquilamente, sin inmutarme.

Rivers, con una sonrisa traviesa, aprovechó el momento para cambiar de tema.

—¿Y tu abuelo, Roier? —preguntó, mientras se servía más café.

Ya le había dejado varios mensajes a mi abuelo, incluso unas diez llamadas. No contestaba. Realmente quería despedirme de él como se debía. No había querido que lo visitara el día anterior porque, según él, "tenía planes". Su actitud tan obstinada a veces me sacaba de quicio, pero lo amaba profundamente. No podía imaginarme irme sin verlo, sin mirar su arrugada cara una vez más. No saber cuándo lo volvería a ver me angustiaba.

—Ya son las 8:45, no creo que llegue —dijo Aldo, mirando su reloj mientras tomaba un sorbo de café.

—Realmente espero que venga —dije, tratando de mantener la calma, aunque mi nerviosismo era evidente—. Si no llega... tal vez no me vaya.

Solté esa última frase en un susurro, creyendo que nadie me había escuchado. Pero me equivocaba.

—¿Eres pendejo, Roier? —exclamó Jaiden, visiblemente molesta. Si no hubiera sido por el tono de su voz, me habría reído a carcajadas.

Bajé la mirada, sintiéndome avergonzado.

—Yo... yo solo no quiero irme sin verlo —dije en voz baja.

El ambiente cambió. Todos quedaron en silencio. Solo el ruido de la estación rompía la quietud. Miré el reloj en mi muñeca. Ya eran las 8:55. ¿En qué momento habían pasado diez minutos?

Me levanté con un suspiro, devastado. Volteé a ver a Jaiden, que jugueteaba con su taza de café.

—Vamos, Jaiden. Es hora de buscar nuestros asientos —dije, tratando de sonar decidido, aunque en mi interior no quería moverme.

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