CAPÍTULO 34: JUNTOS ¿OTRA VEZ?

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06 de noviembre de 1741

Andrew no se esperaba que los saqueadores estuviesen tan bien armados y preparados. Nada lo hubiese alertado lo suficiente para lo que sucedió cuando iban a mitad de camino entre los botes y la armada del rey. Tuvo que saltar al agua fría y cristalina en medio del oleaje para lograr salvarse de los cañones que caían sin cesar contra él y sus hombres.

Cuando logró llegar a la orilla, solo pudo contemplar con ira e impotencia como se hundían todos los barcos, destruidos por los ataques. Solo uno de ellos logró salvarse, y zarpó lo más lejos que pudo de allí; ruega que haya sido con la esperanza de buscar ayuda y traer más armamento y oficiales.

Ahora está empapado, sus armas de fuego están tan mojadas que no funcionarán en un buen rato, y solo le queda sacar su espada para tratar de defenderse del grupo de saqueadores que viene hacia él y los hombres que quedan, a toda velocidad.

—¡Mátenlos! ¡No tengan miedo, y no tengan piedad! —grita para dar ánimo a sus soldados, pero la realidad es que él sabe que están atrapados. No tienen escapatoria de allí a menos que el barco decida regresar; lo cual, sería un suicidio; y es obvio que ellos los superan en número.

Su corazón late acelerado, mas, no piensa demostrarles miedo, a ninguno de los que están ahí. Con un grito de guerra, e intentando levantar su moral caída, corre hacia los saqueadores que vienen cargados con machetes, espadas, pistolas y hasta rifles.

Al comodoro no le cabe en la cabeza comprender cómo es posible que estos insurgentes tengan tantos armamentos; en definitiva, él y el rey han cometido un grave error al subestimarlos, y sabe que, si no logra detenerlos, es muy probable que logren dar el golpe al reino.

En la playa se forma una batalla campal. Los choques de las espadas, gritos, y el sonido viscoso de viseras cortadas es todo lo que se puede oír en ese lugar. Caen muchos hombres de ambos lados; Andrew intenta observar a sus soldados, pero los ataques incesantes de uno y otro no lo dejan poner atención sobre nadie más que él mismo, para tratar de sobrevivir.

No tiene tiempo para dedicarle una pelea individual a cada uno, así que va haciendo como puede, cortando por aquí y por allá a todo el que se le atraviese en el camino. Necesita huir de ahí, o lo matarán.

Uno de los saqueadores, un tipo grande y gordo, corre hacia él con el objetivo de embestirlo. El comodoro se da cuenta poco antes de que el sujeto le salte encima y lo arroje al suelo. Con un rápido movimiento lleva su espada frente a su cuerpo, y logra hacer que el mismo sujeto se la ensarte en medio del estómago, sin embargo, el peso del hombre; ahora muerto; no lo deja respirar, y mucho menos moverse.

Intenta empujar al sujeto con sus brazos, pero ha quedado en una posición extraña. Luego de un par de intentos más, logra sacárselo de encima. Lo hace rodar a un lado y se queda ahí tendido un segundo solamente, para tratar de recuperar el aliento. Al ponerse de pie, se da cuenta de que la mayoría de sus hombres están muertos.

El horror le desfigura el rostro; angustia, miedo y culpa lo embargan. ¿Cómo es que todo ha salido tan ridículamente mal? Esos hombres eran su responsabilidad, y ahora carga con la muerte de todos ellos. Lleva una mano a su pecho y respira profundo; no tiene tiempo ahora para lamentarse por la muerte de los oficiales, o el siguiente podría ser él.

Todavía quedan saqueadores en la playa buscando sobrevivientes, solo espera que al menos algunos de sus hombres hayan logrado escapar. Se oculta al lado del gran cuerpo gordo del sujeto, pues le sirve perfecto como camuflaje.

Espera allí un par de minutos, y cuando ve que los saqueadores se han alejado de donde está, sale disparado a internarse en la selva profunda. La isla sin nombre es bastante frondosa y tiene un césped alto, perfecto para camuflarse a simple vista. Andrew alcanza a ver el gran volcán humeante antes de que las copas de los árboles le tapen la visión.

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