Harry Potter y la Orden del Fénix. 2.0

El arma de Dumbledore

Harry corrió hasta los terrenos de Hogwarts; a lo lejos se podía ver el Campo de Quidditch, silencioso e impávido, como si ignorara lo ocurrido hacía unos instantes. La noche parecía más oscura que de costumbre, densa y pesada, envolviendo todo con un aire inquietante. El chico intentó buscar con la mirada algún rastro de Hagrid, de los aurores que lo habían agredido, o de Umbridge y McGonagall. Giró en todas direcciones, pero no vio nada; solo el vacío y la quietud, que le resultaban más perturbadores que cualquier ruido.

Sin embargo, al fijar la vista en el bosque prohibido, notó extraños movimientos en las copas de los árboles. Las ramas parecían retorcerse como si algo se ocultara entre ellas, y de pronto, el batir de alas de varias aves rompió el silencio al alzar vuelo, desapareciendo rápidamente en la oscuridad. Harry sintió un escalofrío recorrer su espalda, pero antes de que pudiera reaccionar, una mano firme le tomó del hombro, haciéndolo girar con brusquedad.

Era Ron, respirando agitado, probablemente por haber bajado corriendo las escaleras tras su amigo. La expresión en su rostro era mezcla de miedo y preocupación, reflejando los mismos pensamientos que cruzaban por la mente de Harry. Ninguno habló hasta que Ron, con voz entrecortada, finalmente dijo:

—Harry, tenemos que entrar.

Harry aceptó, y ambos se dirigieron hacia su sala común. Dieron la contraseña a la Señora Gorda, quien los dejó pasar con una expresión seria, como si ya supiera algo de lo ocurrido.

Al cruzar el túnel, se encontraron con la sala común llena de Gryffindors que, en pequeños grupos, comentaban en voz baja lo sucedido aquella noche. Apenas notaron la llegada de Harry y Ron, concentrados en sus propios murmullos. Ambos eludieron a sus compañeros hasta llegar al área junto a la chimenea, donde Hermione y Ginny los esperaban en el sofá.

La mirada de Ginny se posó en Harry con un leve gesto de alivio al verlo a salvo; aunque no comprendía del todo lo ocurrido, su presencia ahí le bastaba. Hermione, en cambio, tenía el rostro sereno y una mirada que parecía buscar transmitirle a Harry una chispa de esperanza. Aunque en el fondo ella misma estaba inquieta, se esforzó por proyectar calma.

—Él está bien —animó a su mejor amigo, que se temía lo peor.

—Seguro que si—dijo Ron positivo —. Hagrid es muy capaz; nunca había visto a nadie derribar a diez aurores de un solo hechizo.

Harry solo pudo asentir, deseando que sus mejores amigos tuvieran razón y que Hagrid hubiera escapado sano y salvo.

Después de unos treinta minutos, el tumulto de gente fue disminuyendo, ya que los alumnos que no eran de quinto año subieron a descansar. Se quedaron solo aquellos que presentarían el último de sus TIMOs a la tarde siguiente: Historia de la Magia.

Ron se quedó dormido al solo tocar su ejemplar de La rebelión de los gigantes. Harry batallaba para mantenerse despierto, repasando los pergaminos que Hermione le había dejado, mientras que Hermione conversaba con Ginny, quien había decidido quedarse con ellos esa noche en vela para hacerles compañía.

—Y... ¿a qué se debe tu interés en acompañarnos, Ginny? —soltó Hermione, con una mirada coqueta y una sonrisa pícara.

Ginny se quedó congelada y Harry la miró de reojo. Después de unos instantes, sin saber qué responder y desviando la mirada hacia los ventanales de la sala común por nerviosismo, solo atinó a contestar:

—Quiero prepararme para el próximo año, es todo.

Por la mañana en el Gran Comedor, Harry no estaba seguro de estar listo para su examen, pero a esas alturas ya poco le importaba. Comió de prisa y luego, junto con Ron y Hermione, salió a relajarse junto al Lago Negro. A lo lejos se podía ver la Cabaña de Hagrid, solitaria como los primeros meses del semestre. Después de un par de horas, los chicos se dirigieron hacia la biblioteca para estudiar un poco más. Al entrar, vieron a la bibliotecaria Irma Pince reprendiendo a unos chicos de Ravenclaw —por Merlín sabe qué—, aunque Hermione alcanzó a oír un poco de lo que la furiosa bibliotecaria recitaba: