Antesala del gran partido

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La tensión de la semana previa al partido se sentía en cada rincón del castillo, creando un entusiasmo que a Harry le resultaba distante y desalentador. Su mente no estaba en el Quidditch —debido a su cruel sanción—, sino en la interminable carga de tareas —que no eran pocas— y, sobre todo, en los castigos nocturnos en el despacho de Umbridge. Al regresar cada noche, encontraba a Ginny y Hermione esperándole con el brebaje que había aliviado el dolor en su mano anteriormente, aunque esta vez, las marcas persistían con tenacidad.

—A este paso, nunca se borrarán —expresó Hermione, con genuina preocupación en la voz. Ginny, mirándolo con una mezcla de pena e impotencia, apenas ocultaba su frustración al ver las heridas.

Harry esbozó una leve sonrisa de agradecimiento hacia ambas antes de asentir en silencio. Sin decir más, se encaminó hacia su dormitorio, dejando a las dos chicas con el peso de su tristeza y preocupación. 


  [ . . . ] 

El viernes, un día antes del gran partido contra Ravenclaw, Harry había asistido a sus clases como de costumbre, una de ellas, encantamientos, donde tanto Harry, Ron y Hermione habían podido hacer el encantamiento desilusionador a la perfección.

Colin Creevey había avisado a Harry, cuando se encontraba sentado en la gran fuente del vestíbulo central con sus mejores amigos, durante una hora libre, que la profesora McGonagall lo requería en su despacho de inmediato. El pelinegro se despidió de sus amigos y se dirigió hasta el patio de transformaciones, que no quedaba tan lejos. Pasó junto a la banca donde, un año atrás, había encontrado a Cedric Diggory cuando lo buscó para avisarle que la primera prueba del Torneo de los Tres Magos consistía en dragones. Una punzada de nostalgia lo recorrió al recordar aquel momento con el fallecido Cedric. Finalmente, llegó al salón de Transformaciones, tocó la puerta y escuchó la voz severa por naturaleza de la profesora McGonagall que le ordenaba que pasara. Harry entró algo nervioso a su despacho y se sentó en la silla frente a la mesa de McGonagall.

—Potter, te mandé a llamar porque... —La profesora se había parado en seco, pues alguien había irrumpido en su despacho, una bruja regordeta, pequeña, de cara ancha y con el tono rosa más exagerado impregnado en su ropa.

—Minerva —llamó Umbridge a la bruja, aunque esta ni siquiera la miró. El hartazgo en los ojos de McGonagall era evidente y, lo que más le gustaba a Harry, es que ni siquiera lo escondía.

—Debo estar presente en todas las charlas con los alumnos. Como suma inquisidora yo [ . . .]

—Ya lo sé —dijo la profesora McGonagall interrumpiendo al sapo rosado, que le dedicó una mirada de odio. Ninguna de las dos brujas se soportaba y su rivalidad se notaba a leguas; claramente, del lado de McGonagall estaba todo Hogwarts, que no fuese Filch.

—Qué bueno que nos pudo acompañar, suma inquisidora —dijo McGonagall con una sonrisa igual de falsa que la que mostró Umbridge posteriormente, mirando a Harry. —No me perdería esto por nada.

Harry la miraba con desdén, cosa que Umbridge disfrutaba; inclusive, parecía concentrar su mirada en la mano izquierda del chico para ver si podía confirmar todo el daño que le había hecho.

—Potter —mencionó la profesora McGonagall rompiendo aquella tensión generada por la presencia de Umbridge—. Se acercan tus T.I.M.O.S., y me gustaría hablar de tus aspiraciones. ¿Ya has pensado a qué quieres dedicarte cuando salgas de Hogwarts? 

—Si es que sale —mencionó Umbridge con una risita burlona, que tanto Harry como McGonagall ignoraron con templanza, como si se tratara del zumbido desagradable de una mosca.

Harry Potter y la Orden del Fénix. 2.0Donde viven las historias. Descúbrelo ahora