XLI

22 1 0
                                    

Luna y Taly me van a buscar en el colegio. Me preguntan cómo me fue en el viaje, y si me quedé todo el tiempo en la pista de principiantes. Intento
mostrarme animada; incluso me invento una historia sobre cómo bajé
por la pista azul. En voz baja, Luna me pregunta:
—¿Está todo bien?

Me siento flaquear. Ella siempre sabe cuándo estoy diciendo una mentira.
—Sí. Estoy cansada. Vico y yo nos quedamos hablando hasta tarde.

—Dormite una siesta cuando lleguemos a casa —me aconseja.

Me llega una notificación. Es un mensaje de Pablo.

¿Podemos hablar?

Apago el celular.

Quizá pueda convencer a papá para que me deje estudiar desde casa.

Al otro día, estoy a mi habitación y no paro de revisar el teléfono para ver si Pablo me envía otro mensaje. Él no me mandó nada, pero Manuel sí.

Me enteré de lo que pasó. ¿Estás bien?

¿Hasta Manuel lo sabe? No va ni a nuestro curso. ¿Lo sabe todo el colegio?

Respondo:
No es verdad.

Y él escribe:
No hace falta que lo digas. No lo creí ni por un segundo.

Hace que me den ganas de llorar.
Me quedo despierta hasta tarde por si Pablo me vuelve a escribir. Me digo a
mí misma que, si él llama o escribe esta noche, voy a saber que también
piensa en mí y lo voy a perdonar. Pero no escribe ni llama.

Hacia las tres de la madrugada tiro a la basura las notas de Pablo.
Borro su foto de mi celular; borro su número de teléfono. Pienso que si lo
borro lo suficiente, va a ser como si nada de esto hubiese pasado, y no me va a doler tanto el corazón.

A todos los chicos de los que me enamoré Donde viven las historias. Descúbrelo ahora