POV SEYRAN
Era el 10 de enero de 2022.
Un año completamente nuevo y el primer día de instituto después de las vacaciones de Navidad.
Y estaba nerviosa, tan nerviosa, de hecho, que ya había vomitado más de tres veces esa mañana.
Mi pulso llevaba un ritmo preocupante; mi ansiedad era la culpable de los erráticos latidos de mi corazón, además de la causa de mi vomitera.
Alisándome el nuevo uniforme escolar, me miré en el espejo del baño y apenas me reconocí.
Camisa blanca y corbata roja bajo un jersey azul marino con el escudo del Tommen College en el pecho. Una falda gris hasta la rodilla que dejaba a la vista dos piernas flacas y poco desarrolladas. Y todo rematado con medias de color carne, calcetines azul marino y zapatos negros de tacón bajo.
Parecía una farsante.
Y también me sentía como tal.
Mi único consuelo era que con los zapatos que me había comprado mi madre llegaba al metro setenta. Era ridículamente menuda para mi edad en todos los sentidos.
Estaba muy muy delgada y aún no me había desarrollado (tenía dos huevos fritos por pechos), claramente intacta por el estallido de pubertad que sí habían atravesado todas las chicas de mi edad.
Llevaba suelto mi pelo castaño, que me llegaba a media espalda y mantenía apartada de la cara con una diadema de color rojo. No iba maquillada, lo que me hacía parecer tan joven y pequeña como me sentía. Tenía los ojos demasiado grandes para mi cara y, para colmo, de un impactante tono verde.
Traté de entrecerrarlos para ver si eso hacía que parecieran más humanos, e intenté con todas mis fuerzas que mis gruesos labios parecieran más finos apretándolos hacia dentro.
Nada.
Entrecerrar los ojos solo me daba un aspecto extraño y como si estuviera estreñida.
Con un suspiro de frustración, me toqué las mejillas con la punta de los dedos y resoplé entrecortadamente.
Me gustaba pensar que lo que me faltaba en los departamentos de altura y pecho lo compensaba con madurez. Era sensata y tenía la mentalidad de una persona mayor.
La tata Hattice siempre decía que yo había nacido con la cabeza de una vieja sobre los hombros.
En parte era cierto.
Nunca había sido de las que se dejaban cautivar por los chicos ni las modas pasajeras. Simplemente no era así.
Una vez leí en alguna parte que el dolor, y no la edad, es lo que nos hace madurar. Si eso es cierto, yo era Matusalén en lo que se refiere a las emociones.
Muchas veces me preocupaba ser distinta de las demás chicas. No sentía el mismo deseo o interés por el sexo opuesto. No me interesaba nada; chicos, chicas, actores famosos, modelos atractivos, payasos, cachorros... Bueno, si, me gustaban los cachorros bonitos y los perros grandes y peludos, pero el resto me traía sin cuidado.
No tenía ningún tipo de interés en besar, tocar o acariciar a nadie. No soportaba ni imaginármelo. Supongo que ver cómo se desarrollaba la tormenta de mierda que fue la relación de mis padres me había apartado de la posibilidad de unirme a otro ser humano de por vida. Si ellos eran una representación del amor, entonces no quería formar parte de él.
Prefería estar sola.
Sacudiendo la cabeza para despejar la avalancha de pensamientos antes de que se oscurecieran hasta el punto de no retorno, miré mi reflejo en el espejo y me obligué a practicar algo que rara vez hacía últimamente: sonreír.
ŞİMDİ OKUDUĞUN
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Teen FictionSu primer y último amor verdadero siempre ha sido el rugby. O eso pensaba Ferit Korhan Hasta ahora. Él quiere salvarla. Ella quiere esconderse. Ella está dañada. Él está decidido. El destino los unió. El amor los ata.