Crystal desayunaba tranquilo en las comodidades del palacio.
— Buenos días a todos, larga vida a la Corona— Saludó Elena cuando ingresó al área del comedor del castillo. Ella llevaba un vestido color azul marino, la falda le alcanzaba sus rodillas y contaba con encajes negros.
— Larga vida a la Corona. Te ves radiante, Elenita— Comentó Emily en una mezcla de simpatía con un cumplido.
Emily era la tercera princesa, quinta, si contaramos a Pearl y James.
Ella era una persona fresca e irónica, se podría decir que era un fuego flameante que te congelaba.
El sol de la familia para los demás, no por nada su título era "Emily, la risueña", aunque, si nos preguntaban a nosotros, ella era tan distante como la estrella que nos iluminaba todos los días.
En mi opinión, le faltaba amor en su vida, nunca tuvo pareja, ella merecía un novio.
— Ayer tuve un buen día, es todo— Se rio un poco, una demostración de incomodidad. Se sentó en un asiento al azar y tomó una fruta que estaba servida en la mesa.
Emily tenía los ojos abiertos y brillantes, ansiosa por oír más. Inclinó su cabeza con una sonrisa intrigada.
— Cuente el chisme.
— No.— Una respuesta propia de Elena, tajante.
De fondo, Albert soltó una pequeña carcajada.
Él se encontraba sentado en el umbral de una de las ventanas que había en el comedor, estas apuntaban hacia la ciudad.
Pese a que Emily y Elena parecían personas opuestas y que se llevaban mal, eran grandes amigas, por más del año turbulento en el que Elena acusó a Emily y a Albert de malcriarme.
Yo jamás supe de qué hablaba, era muy refinado y no me gustaba que dijera eso de mí, sonaba tan ridícula.
— Siempre tan comunicativa— Emily sacó un espejo chiquito y revisó el estado de su flequillo color castaño claro.
— Y tú siempre tan silenciosa, deberías ser bibliotecaria— Contestó Elena, perdida en la naranja en sus manos que se diferenciaban de mi desayuno, tostadas con mermelada.
— Ay, te quiero— Respondió la contraria con una risita.
— Yo a ti.
La amistad entre Elena y Emily era muy linda, me gustaría tener una así.
— El primero que victoria canta, es el que gloria le falta— Recitó una voz al mismo momento que las puertas se abrían con un estruendo.
Ingresó la Reina Ivonne y se sentó en la silla de la punta de la mesa, el lugar de la monarca.
— Ivonne, larga vida a la Corona— Albert se apartó de la ventana para ocupar el asiento que estaba en frente de Elena.
Ivonne era una mujer, apasionada por el color verde, de tez oscura y pelo negro.
Según lo que me contaron, era buena persona, pero solo la pude conocer en su estado de locura, una lástima, me hubiese encantado poder saber sobre aquel individuo del que siempre me hablaban con tanta felicidad y nostalgia.
Lo mismo sentía por Pearl y James. De ellos era mejor no hablar en frente de Ivonne, y mucho menos, decir que estaban muertos. En presencia de la reina teníamos un código de referirlos como desaparecidos y no fallecidos, ella negaba la realidad.
— Te falta corazón, vuelve a intentarlo, a ver si te declaras campeón— Respondió Ivonne a la vez que un siervo le servía una taza de té.
Una vez que se aseguró que nadie requiriera nada se retiró, nos gustaba la privacidad en el desayuno.
— ¿Contexto?— Preguntó Emily en la otra esquina de la mesa.
— No sé, está loca.
Un terrible silencio predominó en la sala, haciendo estragos los comentarios alegres y risas previas.
Albert, quien siempre se enteraba de todo, sirvió cotilleos a la mesa:
— Escuché rumores de que Jesse Thomas estaba buscando comprarse una casa en Los Barrios— Él jamás se refería a Jessie Thomas como el Primer Ministro, lo detestaba.
Emily le contestó con una mirada de curiosidad mientras tragaba el mordisco de manzana que dio.
— ¿Que no toda su campaña se basó en decir que el problema era que Richard provenía de allí? Al parecer la gente tiene preferencia para decir quien es un vendedor de pueblo y quien no.
Pobre Richard no se merecía el destino que sufrió, asesinado por unos delincuentes a plena luz del día por pura envidia.
— Exactamente.
De nuevo el silencio se inyectó en cada escombro y hueco posible.
Elena se levantó de su asiento y se acercó a una de las ventanas.
— ¿Están seguros de que quieren hacer el Festival del Florecimiento? Muchas vidas se perderán por una clase de evento así— La princesa de las armas destruyó la falta de ruido que reinaba en la habitación, sin siquiera vernos de frente.
— Son tradiciones, hay que respetarlas— Contesté como si fuera una obviedad, pero nadie me apoyó, todos dudaron de la celebración.
— Esto... Cielo, por favor, no creo que sea lo mejor para el momento decir cosas solo para llevar la contra— Emily eligió sus palabras con el cuidado de un pintor por no estropear su arte.
Con mucha dificultad admití que no se equivocaba.
— ¿Se acuerdan del Festival del Florecimiento de Albert?
Elena soltó la pregunta como una bomba. La espalda de Emily se puso rígida, los ojos de Albert se abrieron, y hasta me pareció notar que Ivonne empalideció, eso si pudiera captar de lo que hablaban.
— Sí.
— Fue una masacre.
— No esperábamos tantos inscriptos en ese momento.
— Cállense, árboles— Sentenció la reina a los tres contrarios, ¿por qué les dijo árboles?— La Luna no expresa emociones.
¿Qué tenía que ver la Luna? Hablar con Ivonne era difícil y desesperante.
Terminé de comer la tostada y me levanté de mi asiento para retirarme del comedor, que ellos se encargaran de mi festividad. De todos modos, yo solo tenía que disfrutar y verme bonito, eso no era un trabajo difícil.
Subí a una torre del palacio. Las paredes originalmente eran de piedra, actualmente las cambiaron a otro material más resistente y estéticamente bonito.
Unos momentos después, detuve mi caminata en una parte donde habían varias columnas con jarrones de flores colgando. Allí se hallaba un balcón que apuntaba hacia el océano.
El castillo se ubicaba en un acantilado, debajo de este había una playa tan minúscula como mi pulgar.
Antes del palacio, venían varios edificios y toda la zona urbana. A continuación le seguía la parte residencial y los suburbios. Así era la capital, Battletown, un lugar muy paisajista.
Me asomé en el balcón, perdido en la masa de agua en constante movimiento, era relajante.
Aquel sitio me tenía encantado con sus gaviotas en revoloteo y el aire cargado de bruma marina, esa mezcla de sal y humedad.
Cerré los ojos en disfrute del sonido de las olas romper en la costa. El océano, la fuente de origen de todo, era mío.
Yo era el príncipe, por derecho las tierras y sus riquezas me pertenecían.
Una sonrisa escapó de mis labios ante la idea.
Después de todo, la magia no traía un precio para mí. Nada tenía un precio para mí.
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Traidores a la Magia
Novela JuvenilEl mundo jamás volvió a ser el mismo gracias a la codicia humana. Es así como nos encontramos en Edania, siguiendo las historias de cinco jóvenes, cuyos destinos se ven entretejidos en felicidades y desdichas dentro de una sociedad que se estamentab...