La oficina nueva no era peor ni mejor que la anterior. Sólo era... más de lo mismo. Un escritorio polvoriento de madera, un sillón oscuro, libreros altos y vacíos, paredes con agujeros a causa de clavos.
El hombre dejó sobre su nuevo escritorio una caja de cartón con sus pertenencias. Deslizó dos dedos por el librero más próximo, levantando una gruesa capa de polvo que lo hizo estornudar. Se limpió la suciedad en su uniforme blanco. Se sentó para admirar su nueva oficina y el sillón crujió bajo su peso, lanzando un lastimero sonido metálico. Pronto se puso manos a la obra y sacó el contenido de la caja: sus plumas favoritas, la colección de perros miniatura de porcelana, galletas de avena y un portarretrato.
El viejo soltó un suspiro. La fotografía había sido tomada algunos años atrás, pero no pudo evitar pensar que a pesar del tiempo que separaba el presente del pasado, la situación se había mantenido sin cambios. A la derecha de la fotografía él mismo posa erguido, orgulloso, incluso sonriente, mientras carga a su único nieto sobre sus hombros y éste le jala su cabello grisáceo. A su lado izquierdo, casi como si quisiera salir huyendo del portarretrato, está un joven de brazos cruzados, mirando hacia el lado opuesto. Como fondo de la fotografía, se encuentra el orfanato donde Ace estuvo la mayor parte de su infancia.
Garp no pudo evitar sentir un déjà vu, al posar su mirada en el niñato pecoso de la fotografía. Era la misma mirada que había visto esa misma tarde, justo al llegar a la ciudad, y también mientras el teniente Kuzan les mostraba el interior de su nuevo hogar.
A veces, esa mirada estaba dirigida a su persona, sobre todo cuando lo trataba de convencer de unirse al ejército, justo como él. No había nada de malo en sugerir aquello, ¿cierto? Ser un Comandante justo como su viejo abuelo. No de sangre, pero contaba de todos modos.
Otras veces estaba dirigida a las demás personas, a las multitudes, a las personas disfrutando de un domingo de flojera bajo la fuente de una plaza. La mayoría de esas miradas, algo que Monkey D. Garp ignoraba, se las dedicaba a la nada: al cielo nublado, a la pared detrás de la televisión, al techo de la habitación, a la ardilla corriendo por el parque, al fondo de la piscina y al fondo del mar. El abuelo creía entender lo que esa mirada en particular significaba. ¿Resentimiento? Tal vez. No debería presionarlo tanto. ¿Odio...? Algunas veces. Los adolescentes hacen mucho eso del odio. ¿Soledad? Tonterías, su nieto siempre estaba rodeado de personas.
Garp trataba de entender, pero tal vez trataba demasiado. La mirada de aquel niño de brazos cruzados al mundo era solamente un reflejo de un grande y profundo agujero en su pecho.
2. Distorsión
Mientras estuvo dentro del bar sólo los observó con una curiosidad innata pero sin ningún propósito. Era difícil no notarlos, después de todo. Se encontraban jugando cartas y apostando. El jefe, presumía, era un hombre alto, moreno y regordete.
Portgas D. Ace tomaba su quinta cerveza mientras contemplaba de reojo. Para la sexta cerveza el tipo de la izquierda, con el sombrero de tapa alta, parecía un mimo en un traje de baño de un corte extraño. En la séptima cerveza se preguntó si el hombre del abrigo no tenía calor, y para cuando la cantidad de cervezas alcanzaron los dos dígitos se encontraba riéndose porque creía que había un caballo dentro del bar. Después de eso lo echaron fuera. No eran muy amables con los forasteros ebrios.
Su diversión y buen rato a costa de aquel grupo había sido tan evidente que lo siguieron. Ni siquiera se percató del golpe hasta que su trasero aterrizó sobre la banqueta. Voces llenas de desprecio y socarronería llenaron sus oídos pero no lograba descifrar las palabras, sólo los tonos. La risa del jefe resonó en su mente, alta, mandona y llena de superioridad. No era parecida a la del viejo en nada, pero en el estado en que estaba era como ver al militar en su traje blanco inmaculado riéndose a costa de él. Fue entonces que decidió responder a la agresión.