Capítulo 25: Espera en Silencio

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Las horas en el hospital se sucedían, densas y pesadas, casi como si el tiempo se negase a moverse. Mónica apenas se permitía parpadear mientras observaba el cuerpo inmóvil de Vanesa, esperando el mínimo signo de recuperación. Aquella espera se sentía interminable y, con cada segundo que pasaba, el miedo crecía como una sombra, amenazando con devorarla.

El personal médico había sido claro: "La operación fue exitosa, pero todo depende de ella ahora." Esas palabras resonaban en su mente una y otra vez, como un eco de incertidumbre que no podía calmar. En el silencio de la habitación, las dudas de Mónica parecían tomar forma propia, susurrándole posibilidades que le aterraban: ¿Y si Vanesa no despertaba igual? ¿Y si no volvía a ser la misma?

Cada mañana, la claridad de la habitación se volvía un doloroso recordatorio de la realidad, mientras los rayos de sol se mezclaban con las sombras que cubrían el rostro desfigurado de Vanesa. En las noches, Mónica intentaba descansar, pero apenas lograba cerrar los ojos. Los recuerdos de la confesión que había mantenido en silencio durante tanto tiempo regresaban como un dolor punzante. No lograba quitarse la sensación de que, quizás, lo había dejado todo para demasiado tarde. ¿Y si Vanesa nunca llegaba a escuchar aquello que su corazón había intentado decirle una y otra vez?

En una de esas noches de insomnio, mientras la cuidaba en silencio, Mónica le habló en voz baja, como si sus palabras pudieran llegar hasta el mundo donde Vanesa parecía estar atrapada.

—No puedo más con esto… No puedo soportar este silencio —dijo, con la voz quebrada—. He sido cobarde, Vanesa. He dejado pasar el tiempo, y ahora, aquí estoy, deseando que despiertes, solo para poder decirte lo que llevo guardado.

Las palabras fluyeron de su boca como una confesión, sin prisa y sin pausa, cada frase cargada de un peso que ya no podía seguir sosteniendo sola.

—Estoy enamorada de vos. No sé cómo pasó ni cuándo, pero… lo estoy, y lo único que quiero es que abras los ojos y me digas que estás bien. Y que sepas… que me tenés a mí, siempre.

Los días continuaron, y aunque Ana o Ainhoa cubrían algunos turnos, Mónica se negaba a separarse demasiado de Vanesa. Cada vez que regresaba, sentía el impulso de seguir confesándole cosas, como si en cada palabra que dejaba salir estuviera alimentando la esperanza de que Vanesa volviera, de que aquella conexión invisible entre ambas pudiera alcanzarla y traerla de vuelta.

Entonces, cuando el sexto día amaneció y Mónica estaba sumida en un silencio ensimismado, sintió un movimiento suave en su mano. Inmediatamente, sus ojos se dirigieron a los dedos de Vanesa, que parecían reaccionar. Sintió cómo aquellos dedos, débiles y temblorosos, se aferraban a su mano con una fuerza sorprendente, como si, en ese pequeño gesto, Vanesa estuviera intentando comunicarle algo que las palabras aún no podían expresar.

Mónica contuvo la respiración, su corazón latiendo desbocado al tiempo que sus ojos se llenaban de lágrimas. No había palabras en aquel instante, solo la certeza de que, de algún modo, Vanesa estaba allí, luchando por regresar, aferrándose a su mano con la misma fuerza con la que Mónica se aferraba a la esperanza.

Mónica se quedó en silencio, observando cómo Vanesa, aún inconsciente, seguía respirando. Cada latido de su propio corazón era como un eco que buscaba llegar hasta ella, como un susurro en la penumbra de aquella habitación de hospital, cargada de olores estériles y máquinas que pitaban con intervalos precisos. Vanesa se hallaba en un sueño profundo, un espacio donde Mónica no podía alcanzarla… salvo en su imaginación.

A medida que su mente se perdía, Mónica comenzó a entrelazar la realidad con la fantasía. En su imaginación, las dos estaban juntas, libres de la fragilidad de ese momento, compartiendo una vida en la que el miedo y el dolor no tenían cabida. Cerró los ojos, y entonces lo vio: una mañana de verano, bañadas por la luz dorada del sol, Vanesa y ella compartiendo una risa, un susurro, una caricia, un beso. El calor del día les envolvía mientras caminaban, sin más preocupación que el tiempo que transcurría lento, como si el universo hubiera detenido sus manecillas para ellas.

En su mente, Mónica podía sentir las manos de Vanesa entre las suyas, cada línea, cada surco, la calidez de su piel… El rostro de Vanesa aparecía nítido, sin marcas, sin dolor. La miraba con esos ojos que parecían siempre conocerla un poco más de lo que ella misma se conocía, y en esa mirada estaba la respuesta a todas sus preguntas, a todos sus temores.

Las lágrimas de Mónica cayeron sin control, sin que pudiera o quisiera detenerlas. Eran un río silencioso que descendía por sus mejillas, arrastrando las palabras que nunca había pronunciado, las confesiones ahogadas, el amor que había crecido en silencio y que ahora, frente a la posibilidad de la pérdida, latía más fuerte que nunca.

"Estoy enamorada de vos, Vanesa," pensó, y esa frase se repetía en su mente, envolviendo cada uno de sus pensamientos en una especie de canto melancólico. Se preguntaba cómo había sido tan ciega, cómo había dejado pasar tanto tiempo antes de darse cuenta de que cada mirada, cada conversación, había sido el comienzo de algo que ahora temía perder.

Las horas se deslizaban, y Mónica permanecía al lado de Vanesa, aferrándose a su mano con una necesidad desesperada. Sus lágrimas continuaban fluyendo, como si, en aquel llanto, estuviera purgando el miedo, la incertidumbre, el dolor de ver a la persona que amaba en un estado tan frágil. Pero también, en esas lágrimas había amor; amor puro, incontaminado, ese que se construye en el silencio, en el cuidado, en la espera.

"Despertá, Vanesa… No nos dejes aquí, no nos dejés a mí y a todas esas promesas que aún no hemos hecho."

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No me odien si Vanesa no despierta. La vida da muchas vueltas, y a veces nos enfrenta a este tipo de perdidas.

Flor🌹

Confianza en el Abismo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora