Capitulo 51: El Crecimiento de la Confianza de Sara

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La luz de la mañana se filtraba a través de las cortinas, iluminando suavemente el cuarto de Sara. La niña, recostada en su cama, observaba el techo como si este albergara respuestas a las preguntas que, en silencio, guardaba en su pecho. Poco a poco, estaba aprendiendo a abrirse, a confiar, pero el camino era como el lento avance de la marea: había momentos de retroceso y de dudas, pero también pequeños instantes de avance que le otorgaban una paz cada vez más profunda.

Aquella mañana, Mónica se acercó a la habitación y tocó suavemente la puerta antes de entrar. Sabía que cada pequeño gesto de respeto hacia el espacio de Sara era crucial para que la niña comenzara a sentirse segura y amada.

—¿Puedo pasar, cariño? —preguntó Mónica con suavidad.

Sara asintió y sonrió tímidamente. No estaba acostumbrada a que le pidieran permiso, y cada vez que su madre lo hacía, algo cálido se encendía en su interior. Era como si, poco a poco, las palabras de Mónica fueran tomando forma y construyendo puentes entre sus corazones.

Mónica se sentó a su lado, acariciándole el cabello con ternura.

—Hoy pensé que podríamos hacer algo juntas. ¿Te gustaría? —le preguntó, esperando a que Sara decidiera.

La niña asintió de nuevo, aún sin decir palabra, pero con una chispa de curiosidad en sus ojos.

Más tarde, Mónica, Vanesa y Sara salieron al jardín. Sara se sentía extraña al verlas tan cercanas, como si juntas fueran el sol y la luna iluminando su vida. Por primera vez, observaba a estas dos mujeres que, aunque no siempre lo entendía, la llenaban de una paz indescriptible.

> —¿Te gusta estar aquí, Sara? —preguntó Vanesa, inclinándose a su altura, con una sonrisa cálida y honesta.

Sara bajó la mirada, pero no porque quisiera esconderse, sino porque las emociones dentro de ella aún eran un torbellino sin nombre. Quería decirles que sí, que cada momento con ellas era como recoger pequeñas estrellas que iluminaban su vida, pero las palabras parecían escurrirse entre sus dedos.

Mónica notó la incertidumbre en su hija y le dio un apretón en el hombro.

> —No tienes que decir nada que no quieras, Sara. Estamos aquí para ti, sin prisa y sin condiciones —le susurró con una voz llena de paciencia.

Esa tarde, mientras compartían una merienda en el jardín, Sara se animó a hablar.

> —A veces… —comenzó, insegura— me pregunto si en verdad soy parte de esta familia.

Vanesa le sonrió con ternura y, tomando su mano, le dijo:

> —Sara, la familia no es solo con quien compartes sangre. Es un lugar donde puedes ser tú misma, donde eres amada y aceptada. Tú eres parte de esta familia porque te amamos, porque queremos estar contigo en cada paso que des.

Aquellas palabras resonaron en Sara como una melodía que no había escuchado antes. Quizá, pensó, las familias también pueden construirse con amor en lugar de solo con vínculos de sangre.

Esa noche, antes de dormir, Sara se acercó al cuarto de Mónica y Vanesa. Su madre estaba sentada en la cama, leyendo un libro, cuando vio a Sara asomarse tímidamente.

> —¿Puedo quedarme contigo un ratito? —preguntó Sara, mordiéndose el labio inferior.

> —Claro que sí, amor —respondió Mónica, haciéndole un lugar a su lado en la cama.

Sara se sentó y dejó que el silencio hablara por ella durante un instante. Sentía que algo dentro de ella comenzaba a brotar, como una semilla en la oscuridad que busca la luz.

> —Mamá… A veces tengo miedo de que me vuelva a perder —confesó en un susurro, mirando el suelo.

Mónica sintió que el corazón se le encogía al escuchar la palabra “mamá” salir de los labios de su hija. Era la primera vez que Sara la llamaba así con tanta naturalidad. Tomó su mano y le dio un apretón suave.

> —Hija, yo también he tenido miedo, miedo de no poder protegerte, de no estar a la altura. Pero cada día me enseñas lo valiente que eres, y eso me da la fuerza para seguir adelante. No voy a dejar que te alejes de nuevo, te lo prometo.

Las lágrimas se asomaron en los ojos de Sara, pero esta vez no eran de tristeza; era como si finalmente esas lágrimas lavaran los últimos vestigios de miedo que habitaban en ella.

> —Gracias, mamá. Gracias por no rendirte —dijo, envolviéndose en el abrazo de Mónica.

En los días siguientes, las tres comenzaron a compartir más momentos de risa y alegría. Vanesa era experta en inventar juegos y Sara, al verla hacer bromas, aprendía a soltarse. Cada risa compartida era una piedra más que edificaba su nuevo hogar, una señal de que las heridas comenzaban a sanar.

> —Sabes, Sara —le dijo Vanesa un día, después de que ambas rieran hasta las lágrimas—, la risa es como la medicina del alma. Y tú, mi pequeña, tienes la risa más hermosa que he escuchado.

Sara, ruborizada y con una sonrisa tímida, sintió que ese elogio era como un manto cálido que la arropaba. Vanesa le había enseñado que reír era tan importante como respirar, y que cada risa la acercaba más a su familia.

Pasaron los meses, y Sara, con cada paso que daba, iba encontrando su lugar. Aprendió a hablar de sus sentimientos, a confiar, y cada vez que veía a Mónica y Vanesa, sentía que sus corazones latían al unísono, como si juntas fueran un solo latido que resonaba en su hogar.

Una tarde, mientras paseaban por el parque, Sara se detuvo y miró a Mónica y Vanesa con una expresión serena.

> —Siento que he encontrado mi lugar. Con ustedes, me siento en casa —dijo, y en su voz había una convicción que hizo que ambas mujeres se miraran, emocionadas.

> —Sara, siempre fuiste parte de esta familia —le respondió Mónica, abrazándola—. Lo único que hicimos fue ayudarte a recordar que nunca estuviste sola.

Esa tarde, las tres se abrazaron en el parque, y Sara supo que, por primera vez, tenía la libertad de ser ella misma, de ser amada y aceptada en su totalidad.

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Flor🌹

Confianza en el Abismo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora